Recursiva, por Alfredo Aracil
Otra Parte Semanal, 16 de agosto de 2018


Es notable cómo la práctica de Carlos Huffmann consigue no agotarse en el dibujo ni en la pintura. Si bien su búsqueda está íntimamente cruzada por el devenir de estos dos medios, incluyendo cuestiones referidas a sus leyes internas —como son color, forma, soporte, trazo, fondo, marco o límites—, siempre queda en el aire una pregunta más situada y menos solipsista. Un malestar referido al ambiguo papel de la imagen en nuestro mundo: un margen entre irónico y rebelde, que rechaza el placer de lo terminado y el gusto dominante por explorar los intrincados caminos del deseo. La labor no es otra que pelearse con lo que puede y con lo que el arte no puede; en definitiva, con su capacidad de afectarnos.

En este sentido, Recursiva es y no es una muestra de pintura. De igual modo, trasciende lo que habitualmente nos trae una muestra de dibujo(s). Estamos, a primera vista, frente a un proyecto que podría leerse como una colección de obras más o menos recientes: un recorte, o quizás una retrospectiva, donde la suma de imágenes y su disposición son sintomáticas de un estilo sostenido por la capacidad del artista para amalgamar y fugar(se) de sí mismo. Para ser otro mientras no deja de ser él mismo, adoptando máscaras que componen y posibilitan la construcción de una identidad compleja a partir de pliegues, guiños y recursos que van y vienen, más allá de una idea o de un tema cerrado: del animé o el cómic a los maestros del arte moderno y las citas a artistas o pensadores. Y de fondo, siempre, el dibujo como técnica mental y a la vez hecho físico, descriptivo y al mismo tiempo transformador. El dibujo como fármaco.

Hay dos estrategias: lo intempestivo y lo caprichoso. Aquello que vuelve, pero que no es traído de un pasado remoto, sino que actúa como vector de una mutación posible. Y, al mismo tiempo, una imaginación combinatoria, infantil y lúdica, que juega con la intersección, con el fragmento que vincula, con la fractura que une. La muestra opera como esas arquitecturas mentales y desbordantes del barroco más exuberante. Ruinas y vestigios, huellas de un pasado fabulado. El signo de un exceso epocal, de un gasto que no quiere separar lo real de lo fantástico.

Porque hoy también vivimos sobre restos, acumulando imágenes de un futuro que es virtual, recursivo. Y mientras la muestra puede visitarse como quien camina por un museo, contemplando un cuadro tras otro, por otro lado se nos llama a experimentar el espacio y el tiempo de otro modo, a sentirnos afectados por algo que no son ni las obras ni el espacio, sino lo que media entre ellas. A contrapelo, pues, de la bidimensionalidad de la pintura y del dibujo, de su carácter plano y separado del mundo. Se nos invita a tratar de ver con los ojos cerrados, guiados por un tipo de sensibilidad no sólo visual. A detenernos, por ejemplo, en el modo en que las grietas de la galería y las marcas que salpican los muros se constituyen, de repente, no sólo como parte de una escenografía, sino como el soporte que da cobijo a las obras, su organicidad más propia. De esta manera, decisiones como la iluminación, o el piso y el muro montados para la ocasión, consiguen una habitabilidad desplazada, en la que las cosas parecen distintas: un universo paralelo, apenas modificado, pero definitivamente volteado. Como si, en lugar de señalar y limitar, un punto o una línea anunciasen una errancia por-venir. La mancha azul sobre el piso, que se desparrama.

Detalles que posibilitan situaciones inesperadas, propios de un artista que interpela la imaginación de todo cuerpo afectado, la parte activa de este conjunto vacío que compone Recursiva. El emblema trazado en negro, monumental, que puede verse mientras bajamos la escalera de Constitución. Y también su enigma último. Como se preguntaba Alejandro Tantanian en una lectura que nos reunió en la galería: “¿Qué o quiénes son contemporáneos de estos cuadros?”.