Sobre un brazo rendido, por M. S. Dansey
Revista Ñ, 11 de octubre de 2014


Escultura. Como un gigantesco relicario, el galpón donde fue creado por el artista Carlos Huffmann contiene un brazo caído, que sugiere en los visitantes preguntas sobre el poder, la decadencia, el final.

Dos o tres veces por semana las puertas del galpón de Caballito se abren al público. La gente ingresa curiosa y un poco tensa a contemplar lo que los muros esconden. No podría haber sido en otro lugar. Esto no es exactamente una sala, un marco expositivo; en todo caso es una esfera temporal, un lugar en la conciencia. Aquí es donde Carlos Huffmann trabaja, un espacio íntimo, libre de especulaciones. La obra, según cuenta, había sido pensada en 2011 como parte de una muestra en el Centro Cultural Recoleta, pero por razones materiales y logísticas –no se entendió con el equipo de producción– no llegó a concretarla. Hasta ahora. Aquella vez el artista había intentado realizar “objetos que tenía atorados”. El texto de la sala comparó su trabajo con “un intento de exorcismo suave”. Visto así, el cubo blanco con su iluminación de lámparas halógenas y su olor a desodorante de ambiente no parecía lo más adecuado para esta pieza. Hubiera sido profanarla. El galpón, en cambio, a modo de gran cofre, sirve como mecanismo para regular el acceso, privilegiar la visión y a fin de cuentas propiciar un ritual que celebra el misterio.

El brazo monumental –son doce metros de largo por tres de diámetro– yace bajo la resolana y el crepitar de las chapas de zinc, rodeado por el murmullo de los presentes. Parece el brazo de un dios caído. La pieza sugiere una épica. Es un brazo magnánimo que alguna vez señaló el rumbo, impartió justicia, castigó y perdonó, dio protección y dádivas. Y que hoy aparece separado del cuerpo, con las marcas del paso del tiempo, del vandalismo y las manifestaciones urbanas, que las sucesivas capas de pintura blanca y los apuntalamientos precarios no llegaron a disimular. El vestigio de una edad dorada que sigue funcionando hoy como símbolo del presente y como campo de batalla de las disputas actuales, a pesar del gesto de esa mano entregada, sin voluntad, reducida a su condición material, deshabitada.

Nos ponemos poéticos, sí. Intentamos un relato. Huffmann es de los artistas contemporáneos que no renuncia ni al lirismo ni a la narración, ese viejo métier del arte clásico que comenzó a ser visto con recelo después de la irrupción de lo abstracto hasta quedar virtualmente desaparecido con la consagración del concepto. Huffmann resiste. Toda obra de arte por autónoma que sea, conlleva una historia, por adentro o por afuera. Sus imágenes se hacen cargo pero, más allá de eso, ponen en evidencia la mecánica literaria, permiten ver cómo se va levantando el andamiaje de esas versiones del mundo desde lo real e inabordable.

La palabra relicario, en el título, designa al galpón como caja contenedora y parte funcional de la obra. Y si el galpón es parte, bien podríamos pensar a la ciudad como su soporte: Buenos Aires convertida en escenario para una pieza de “teatro de inmersión”, ese subgénero que suele montarse en espacios públicos o semipúblicos, muchas veces desiertos o abandonados y que trabaja con un sentido cinematográfico de la atmósfera y el detalle. Una obra abierta que se despliega sobre una plataforma inabarcable para que el público haga su propio recorrido. Uno nunca verá todo pero la experiencia será única y tendrá valor absoluto.

Sin referencias concretas, alterado el orden lineal –y empujados un poco el espíritu del cómic y la ciencia ficción en los que el artista abreva– podría pensarse que la reliquia viene del futuro. Y si buscando otras líneas interpretativas dijésemos que el Dios muerto es el mismísimo capitalismo. Qué tal si ya hubiera muerto y no nos hubiéramos dado cuenta. Pensarlo da miedo porque si realmente hay algo más allá, el viaje será traumático. No se quién querría estar presente cuando se cruce esa frontera. El apocalipsis está presente en la obra de Huffmann. No tanto la idea del fin del mundo, que a fin de cuentas sería tranquilizadora sino, peor aún, un mundo sin final y en constante deterioro, un transcurrir entrópico, bastante parecido a un limbo en el que así y todo vivimos intentando perpetuar un orden que está claro: ya no funciona.

Sin más ley que la propia, Huffmann parece moverse a campo traviesa. Incluso cuando tiene acceso al espacio que desee –su currículum se lo permite– avanza más allá del sistema institucional y los circuitos comerciales. No sigue el rastro de los caminos andados, ni se detiene ante los alambrados. Lo suyo es un errar con más preguntas que verdades, pero con fe. El desorden, dice, no es más que un orden cuya dimensión nos supera.

En su relación con la materia, es lo que se dice un artista tradicional, de los que toca, hace, modela. Desde esta óptica la mano caída funciona también como un manifiesto, no sólo dentro de la práctica artística. Cierto es que no da detalles constructivos de la obra, prefiere guardar el secreto bajo el rótulo de la técnica mixta. Es que más allá de la cuestión estética, –ya se dijo–, la obra dispara cuestiones económicas, sociológicas, metafísicas. No es casual que junto a la puerta de entrada cuelgue la imagen de un cuadro de Berni. Una fotocopia color de “Cristo en el garaje”, de 1981, que en esta versión aparece sin el Cristo. Huffmann lo borró con Photoshop. Dejó la cruz en medio de la habitación vacía. Si el original podía leerse como un correlato entre la liturgia cristiana y los crímenes de la dictadura; si en esa pintura Berni traía al presente el drama bíblico encarnado en la figura del joven crucificado, acentuada la cotidianeidad en ese monoambiente desde cuya ventana se ve el paisaje fabril del conurbano, ahora, en la nueva versión donde no está el muchacho –la víctima, el chivo expiatorio– el protagonismo se desliza lenta e inexorablemente hacia el lugar del que mira. La ausencia, como el brazo del gigante, nos interpela. Nos convierte en protagonistas y autores de nuestro mito fundante.

En retirada, volver a caminar las calles resulta una experiencia inquietante. Atrás de cada fachada se intuye una historia sagrada. Vamos mancos. Nos han arrancado del tiempo. Pero no pensamos en el ocaso, intentamos mantener el equilibrio. Nos urge encontrar la pista de un nuevo estado de cosas.