Radar, 11 de diciembre de 2005
En una diminuta galería que bien puede considerarse uno de los secretos mejor guardados de la ciudad, dos artistas jóvenes le sacuden el polvo a la mitología contemporánea: uno, graciosamente vaciando de sentido ese gran imaginario que es la publicidad; el otro, creando con desparpajo una mitología completamente nueva.
1. Carlos Huffmann contra la interpretación
Hace unos años Carlos Huffmann creó un personaje llamado El crítico ladrón. Ese dato, por sí solo, parecería hablar de la reactividad del artista a recibir lecturas sobre su trabajo. La desconfianza y sorna son justificadas. La crítica suele fijar conceptos unívocos sobre las obras de la misma manera que los entomólogos fijan etiquetas sobre las mariposas. En cualquiera de los casos, el resultado es desalentador. Nada cuyo motor principal sean la transformación y el cambio de estado puede verse bien bajo el apretado corsé de la razón crítica.
Las obras de Huffmann son especialmente reacias a sufrir una traducción a palabras. Se tiene la sensación de que al hacerlo parte de su encanto se perderá en el camino. Nacido en 1980, Huffmann crea trabajos extraños que parecieran oscilar entre imágenes surrealistas y un conceptualismo elástico. Un par de revistas abiertas de par en par y sostenidas por ganchos de librería publicitan autos lujosos; sobre ellas, algunas veces más imperceptiblemente que otras, aparecen las intervenciones del artista: minuciosos y delicados dibujos en acrílico: una serpiente draconiana o un globo especular que refleja el paisaje orbitan alrededor de la escena. Sobrevuelan sin intervenir. Y es eso, quizá, lo primero que causa ansiedad en la obra: la sensación de que las cosas parecen amenazantes pero nunca terminan de serlo. Para el espectador es un estado de zozobra permanente, como el ruido de un mosquito detrás de la oreja. Algo que inquieta pero que no podemos definir de dónde viene.
Huffmann insiste en crear imágenes que se rehúsan a ser específicas. “Una de las cosas que me interesa es complicar la interpretación automática”, comenta el artista. Para ello elige trabajar con la publicidad, el gran imaginario de nuestros tiempos. Más tarde, su interés principal parecería ser el de sobreexponer la imagen hasta que todos los significados adheridos a ella caigan por su propio peso (muerto). Hay algo en estos procedimientos que recuerda al artista John Baldessari, pero si Baldessari toma la imagen exhausta para revigorizarla con círculos de colores que dejan afuera justamente lo que parecería ser importante, Huffmann utiliza un desvío: lo que hace es crear una contradicción visual que anula la imagen hasta volverla irreconocible.
Hay dos operaciones especialmente atractivas en la obra de Huffmann, una es la forma en que el artista llega a algo que no es exactamente el grado cero de una imagen sino su neutralización. La otra es el nonsense. Un auto, en sus obras, es la antítesis de lo que podría ser un auto para David Cronenberg. Si para el cineasta –siguiendo a Ballard– el automóvil tiene la mística de una joya tecnológica y fálica, la sensación orgásmica de control al borde del peligro, en Huffmann éste deja de ser una pieza de lujo, machismo y sexualidad para volverse algo así como un fotograma en blanco.
No es fácil de hacer, mucho menos de explicar. Pero las imágenes de Huffmann son, sobre todo, incómodas. Todo se vuelve resbaladizo. Lo que logra finalmente es una sensación abstracta de dislocación, deseo y pérdida. A lo que se suma una constante tensión creada por el uso de opuestos. La masificación de la revista y los bienes de consumo versus una pintura delicada; dibujos aniñados de adolescentes tapados con burdas chorreaduras de colores; en Tempranos Intereses Personales, una muestra curada por Sonia Becce en la galería Alberto Sendrós, Huffmann mostró dos trencitos que se perseguían sobre un riel circular; una pila de libros de la biblioteca del artista desparramada por el piso hacía de túnel: de lejos, parecía una imagen inofensiva y archiconocida, de cerca, se revelaba una lógica constructiva irritante. Ese revoloteo constante de la imagen, esa capacidad de ir y venir sin nunca quedarse quieta, pareciera ser uno de los fuertes del trabajo de Huffmann. Mirar sus obras es ver la chispa de una mente en fricción con el mundo.
2. Diego De Aduriz mitologías
Si en esas sorpresas que a cada rato la pobre y presurosa inteligencia humana atribuye al destino, llegara a entreverse la existencia real de una migración de las almas, entonces no sería descabellado pensar que el cuerpo del joven Diego De Aduriz, nacido en 1977, pudiera estar albergando al mítico artista Xul Solar. Las probabilidades son remotas, o no. Pero lo cierto es que Diego De Aduriz ha desarrollado una instalación que parecería ser un proyecto de dimensiones visionarias, y como Xul, se ha vuelto padre de una nueva mitología.
La manera en que De Aduriz centrifuga el pasado y el presente para dar como resultado una nueva progenie de seres híbridos, es deslumbrante. Genial colorista, sus dibujos son una fusión de ciencias ocultas y cultura pop. Teletubbies cruzados con seres alados que evocan los ángeles de William Blake o los que realizó Paul Klee pocos meses antes de morir, signos del zodíaco o insectos con cabezas de Anubis egipcios fusionados con emoticons ciberespaciales, o seres antropomorfos sosteniendo báculos. Todo en unos diseños geométricos que recuerdan a los textiles de la cultura Paracas en Perú.
Hay algo de relato dentro de relato en los dibujos que De Aduriz ahora muestra en La Bibliothèque. Como una Scheherezade, el artista cuenta e imagina acontecimientos tremendos ocurriendo en lugares insospechados. Cuando De Aduriz se refiere a ello, dice: “Hay un personaje que está adentro de una hoja de cuaderno dibujada. Una voz le pregunta: ‘¿Estás ahí adentro?’ y el personaje, que es un diablo amarillo fosforescente, le dice: ‘Sí, estoy’”. Es un pequeño gran diálogo. Nótese el uso de “adentro” como si sus seres tuvieran vida propia fuera del soporte y, ahora viven dentro de una hoja, porque mañana pueden vivir dentro de una remera. Pero también por lo absurdo, por lo maravillosamente insignificante y revelador.
La cosmología de De Aduriz es omnívora y omnipresente. El se refiere a la muestra: “De los dibujos en hoja A4 con marcador tengo muchísimas series, de dos, de tres, hasta una de 18 que se llama El diablo me obligó. Ah, también escribí un librito del mismo nombre. Después está Las novias: el origen de esta obra es también un librito del mismo nombre que escribí un día en un bar. Es una historia en 7 partecitas con final feliz. De este librito hice una edición especial de 20 ejemplares a pedido del público. Este año escribí más de 20 libros. El más corto tiene 1 sola página y el más largo tiene casi 200 páginas”. En una página de sus poemas se lee: “Tengo un buen molde”; en la otra página, “Me hace pensar en Dios, en la invisibilidad”. La aparición de meditaciones existenciales junto a dibujos de fantasmitas supersónicos, ocurriendo en los soportes menos pretenciosos, parecería ser una de las constantes.
“Quiero que lo que hago me ayude a conocer el mundo”, explica De Aduriz, quien junto a Manuel Brandazza creó hace unos años Brandazzadeaduriz, una de las casas de diseño más originales de los últimos tiempos. En una de sus muestras llamada Metafísica: el reino de los ángeles, vestidos retro de muselina y chaquetas cortas de papel brillante acuarelado (una tela exclusiva de la marca) evocaban los colores del arco iris. Había allí una sensibilidad cósmica muy similar a la que ahora registra el collage en siete paneles que recrea un universo intergaláctico. Como en otras oportunidades, aparecen acá cuatro ojos en forma de diamantes. “Este año estuve muy influenciado por la forma del diamante, he encontrado por la calle cartas con figuras de diamantes y también con comodines, y conocí chicos y chicas con caras diamantinas”, cuenta el artista. Pero, sobre todo, el diamante asoma en De Aduriz como luz y (así como en Xul Solar) es fuente de creación. No es casual: Lucy en el cielo con diamantes no es sólo la acidosa canción de Los Beatles sino también el nombre que dieron los científicos a una gigantesca estrella convertida en diamante que se encontró a 50 años luz de nuestro planeta. El diamante que también, como la piedra capaz de crear los rayos de un diminuto fotón y refractar esa luz, dicen fue el principio. Por eso, en los marcadores fosforescentes con que pinta sus instalaciones, en los murales fluorescentes que realiza en las habitaciones oscuras, en sus vestidos tornasolados, las imágenes de Diego De Aduriz se convierten en una supernova que, en un remixado de códice precolombino, graffiti de Capilla Sixtina y cartoncito de LSD, emite señales luminosas sobre la historia de nuestro planeta hacia otros puntos de la galaxia.