Página 12, 29 de junio de 2004
Tempranos intereses personales es el título de una muestra que reúne a seis jóvenes cuyas obras y actitudes proponen temas comunes de los artistas surgidos a partir del año 2000.
La muestra Tempranos intereses personales, curada por Sonia Becce en la galería Alberto Sendrós, no sólo advierte a través de su título tan descriptivo como poético sobre la condición “temprana” de la elección del camino a seguir por este sexteto de artistas jóvenes –que oscilan entre los 22 y los 28 años–, sino porque todos ellos se dieron a conocer cuando eran más jóvenes aún, hace tres, cuatro o cinco años, según cada caso. Leopoldo Estol, Lola Goldstein, Carlos Huffmann, Eduardo Navarro y el dúo Manuel Brandazza-Diego de Aduriz se lanzaron al ruedo entre 1999 y 2002, a través de galerías como Ruth Benzacar, Belleza y Felicidad, Proyecto A o “Buenos Aires Moda 2000” –tal el caso del dúo de diseñadores de indumentaria–. A partir de sus respectivos lanzamientos, cada uno de ellos exhibió en estos años en los mismos espacios mencionados y en otros, como Estudio Abierto, el Centro Borges o el Malba.
Estol, Navarro y Brandazza-De Aduriz forman parte, desde el año pasado, del Programa de talleres de artes visuales del Centro Rojas-UBA, dirigido por Guillermo Kuitca. Los dos primeros ocupan espacios privilegiados en la muestra que se presenta en estos días en la galería de Sendrós: Navarro con su inmenso colectivo inflable y sus dibujos; Estol con su extraña instalación que se despliega en una sala completa.
El “colectivo” de Navarro, hecho artesanalmente en plástico –como una bolsa gigante–, se trata de una obra inflable, ex profeso precaria e inestable. Su inestabilidad no sólo es una condición sino también una cualidad expresiva y una afirmación (también precaria e inestable) sobre el arte y los artistas. La obra se infla sólo con dos pequeños secadores de pelo que, como ínfimas y pobres turbinas, se mantienen continuamente encendidos para abastecer de aire al colectivo. Durante el prolongado proceso, modesto y elocuente, el “colectivo”, pintado de blanco y rojo, se balancea rítmicamente como si flotara a la deriva, mientras que el cambio de tamaño va descascarándolo y despintándolo. Para quien busque una metáfora: está servida en bandeja. El enorme artefacto queda prácticamente comprimido entre las paredes de la sala, con lo cual el trabajo con la escala pasa a ser central en la obra, del mismo modo que la forma, el color, el sonido (de los secadores), el movimiento y la transparencia.
La instalación de Leopoldo Estol es lo más fuerte de la muestra. El artista toma la segunda sala de la galería y desde el comienzo ofrece una invitación equívoca al espectador, colocando una escalera –bajo la que hay que pasar para ingresar a la obra– que oficia de acceso, aunque también de obstáculo. La escalera está anulada como tal y ese cambio de función anuncia lo que será la nueva lógica del espacio al que se accede.
Dentro de la sala, centenares de objetos distribuidos en un aparente caos se disponen bajo nuevos modos de funcionamiento. Los objetos cotidianos más banales, de variados tamaños, estados (sólidos, íntegros, rotos, fragmentados, líquidos, blandos, aireados...) están distribuidos por el piso, las paredes y el techo, proponiendo un nuevo ordenamiento de lo real, una nueva clasificación. Algunos minutos después de entrar a la sala, todo el desorden comienza a adquirir sentido y a reorganizarse según los insólitos parámetros de Estol, que más bien se rige por relaciones entre formas. Tales relaciones y efectos podrían pensarse como propiamente artísticos. La disposición en el espacio es una operación estética básica y un principio constructivo que supone una regulación casi sintáctica, aunque los componentes elementales –morfológicos– en este caso están dados por el artista a partir del cambio de función de todos los objetos presentes. Ante la consulta de Página/12, el artista explica lo siguiente: “Tenía una idea vaga de lo que podía suceder y una muy clara de lo que no quería. Buscaba ‘negociar’ una forma de tránsito por el espacio, ya que el mirar desde afuera no me interesaba mucho. Afortunadamente, empecé a trabajar en la sala (la trastienda de la galería) tres semanas antes de la inauguración. Pensaba en una cierta organicidad que aparece en determinado momento del montaje entre las cosas. Relegar la eficacia de cada cosa en pos de otra forma de relación. Y, claro, esa organicidad exige cambios de orden: objetos que se rompen o que cambian en su materialidad. Otros que voy renovando con el paso de los días”.
La instalación de Carlos Huffmann, realizada sobre el piso del hall de distribución o antesala de la galería, está hecha de una pila de libros que conforma una suerte de montículo, atravesado en su base por un tren de juguete que hace un breve y repetido recorrido circular.
Los libros –infantiles, adolescentes y adultos; de texto, ficción y teoría; de arte y de economía– conforman una selección de la biblioteca personal del artista, desde su niñez hasta ahora. Uno de los libros, con el símbolo del Ouroboros (la serpiente que se muerde la cola), da la clave sobre el sentido del trencito: un ouroboros mecánico, una serpiente de hierro que se persigue a sí misma. Y aporta sentido también sobre lo que muchos artistas y pensadores dicen acerca de que el arte y los libros se muerden la cola.
En este punto vale la pena recordar la muestra Ouroboros, que Liliana Maresca (1951-1994) presentó hace trece años en la plaza seca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En aquella oportunidad, basada en el ouroboros del alquimista y “médico” Paracelso, Maresca utilizó miles de páginas de libros para construir una serpiente de 26 metros cuadrados que se mordía la cola. En aquella ceremonia de autofagia, como en esta otra de Huffmann –aunque más tímidamente–, se leía una interpretación corrosiva de la filosofía y de las letras, como saberes que se encierran sobre los libros para velar por ellos.
Si el destino de los libros es el fuego –la historia está llena de ejemplos–, la actitud de Paracelso resultó anticipatoria, porque terminó quemando los libros académicos en un ritual que supondría el paso hacia su pronosticada ciencia nueva y accesible. En tanto que Maresca, en su provocadora “incorrección”, también recurrió a la fogata para dar cuenta de su obra y consumar el ouroboros.
La historia sigue avanzando y el destino de los libros parece ser infortunadamente el mismo, siempre medido en grados Farenheit.
Los trabajos sobre papel de Brandazza-De Aduriz, Lola Goldstein –con su tratamiento del color y las figuras, a veces vaciadas y recortadas– y Navarro permiten asomarse a mundos muy personales y poéticos.
En el caso del dúo de diseñadores, el hallazgo es haberles dado autonomía a esos dibujos que en varios casos constituyen ejercicios complementarios y previos de su obra central, los vestidos, que según ellos mismos definen “están compuestos en estratos, utilizando distintos elementos que definen una identidad propia, original y reconocible: la luz como principio vectorial, el color, espectral, destellante. El flúo, abisal”.