Una galería de personajes que aparecerán en mi próxima novela, por Lucrecia Palacios Hidalgo
Radar, 6 de enero de 2013


Desde hace casi una década que las muestras de Carlos Huffmann parecen exhibir no sólo la obra, sino el modo en que está hecha. Ultimamente venía desnudando las tensiones entre las diferentes formas de imagen: la foto, el pixel y la pintura. En su nueva muestra, La juventud de los ancestros, la cuestión ya no es la técnica sino el relato que les da vida. Por eso imagina una novela que todavía no escribió para pintar una galería ecléctica de personajes y lápidas que le pasan por el costado al arte contemporáneo, para arrojarse, con sus genealogías, linajes y potencias, al futuro.

Hace casi una década, en una de sus primeras muestras, Carlos Huffmann colgó un ouroboros contra la pared. Era una obra temprana, pequeña como suelen ser las primeras obras, pero que, como también suele pasar con los trabajos iniciales, cifraba una perspectiva que recorre hasta hoy las exhibiciones de Huffmann. La escultura colgaba desde el muro, caía al piso y allí la serpiente se mordía la cola, completando el círculo. Pero en el centro, en la mitad del cuerpo de la víbora, Huffmann la había despellejado y dejaba a la vista la estructura de alambres que sostenía su piel. Sin ser un manifiesto, la escultura dejaba en claro que para Huffmann, si un estado no puede modificarse y está condenado a repetirse, lo que queda es mostrar cómo está hecho.

El la ha llamado “la actitud del optimista escéptico”, una perspectiva que podría traducirse como la de alguien no tan escéptico como para quedarse mirando, pero no tan optimista como para confiar en lo que hace o en lo que ve. Huffmann se mete de lleno en un material, lo hace suyo, pero con desprendimiento y cierta indiferencia analítica. Quizá sea esa distancia lo que les da a sus muestras un efecto extraño: nunca parecen haber sido hechas en Buenos Aires. Si uno no supiese que Huffmann trabaja en su taller en Palermo, podría pensar que es un artista en residencia. En principio, porque en sus exhibiciones suelen verse materiales raros en el panorama local, un nivel de producción inusual y tamaños que hacen que las galerías parezcan pequeñas e inadecuadas, como si las obras hubiesen sido pensadas para otro territorio.

También hay algo en el tono que lo aleja del discurso local. Surgido en la generación que empezó a hacer exhibiciones hacia mediados del año 2000, sus trabajos se recortaron de cierta preocupación social que flotaba en el ambiente y, sobre todo, de cualquier actitud entusiasta. Huffmann nunca pretendió que sus exhibiciones fuesen fiestas, ni reuniones sociales, ni performances, ni espectáculos inmersivos de ningún tipo. Cerebrales y medidas, las exhibiciones de Huffmann recrean en el espectador la distancia con la que fueron realizadas. Centrado en la escultura, el dibujo y la pintura, la perspectiva de Huffmann siempre es la de alguien que parece un poco aburrido y quieto, como mirando a través de pantallas, aun cuando trabaje con la pintura más expresionista.

En una de sus últimas exhibiciones, pintó unos cuadros enormes que debían adivinarse a través del filtro de un pixelado. Mirados de cerca, eran cuadraditos de colores, obras abstractas que se respondían en diferentes tonos cromáticos. Si se los miraba a la distancia, los cuadraditos se acomodaban y daban forma a algo así como una escena religiosa pintada por el equipo de Sega. Más allá, Huffmann colgó un arco iris circular, una chapa que encontró en la ruta, a la que había disparado con diferentes calibres hasta lograr una especie de graffiti hecho a balazos, un vandalismo violento pero displicente. Entre la deconstrucción, el surrealismo, altas dosis de videojuegos, consumo publicitario, televisión, violencia y cultura post-punk, Huffmann desplegó una iconografía tan varonil como adolescente en obras que, sin embargo, no lo son porque siempre hay una brecha, una ventana desde la que se puede ver cómo se construyen.

Pero si la ficción era uno de los efectos de sus obras, en su última muestra se convierte en el origen. La juventud de los ancestros, como la tituló, es una puesta en abismo, la ficción de una muestra realizada a partir de una novela que se va a escribir en el futuro. La idea es barroca como pocas, pero la exhibición se resuelve básicamente con tres piezas: una serie de retratos de los personajes en las paredes, un puñado de lápidas en el suelo y un gran retrato del propio Huffmann hacia el fondo, una obra en donde el artista se presenta, en verdad, como escritor en un tiempo indeterminado.

En otras exhibiciones partía de fotografías o imágenes sobre las que intervenía o en las que se basaba. En esta muestra, Huffmann hace todo: inventa la novela, pinta minuciosamente y con detalle la veintena de personajes, se inventa y se retrata, escribe sobre las lápidas y en la brochure que acompaña la exhibición. El efecto es escenográfico e irreal: las lápidas son demasiado pequeñas en relación con los retratos, los retratos se acomodan en una especie de residencia transformada en sitio histórico, el autorretrato corta la escena e inmiscuye otro tiempo. Evidenciadamente autoral, La juventud de los ancestros es una especie de cápsula que se contiene a sí misma y que resiste el contacto con el exterior, pero que se vuelve sobre la historia y la genealogía familiar.

“Esta muestra –dice Huffmann– está dedicada a mi abuelo, que fue un dirigente radical secuestrado durante el Proceso. Yo no lo conocí, y además estaba la figura del desaparecido, una persona que se volatiliza, que te tenés que imaginar que existió. Pero, por otro lado, de alguna forma lo conocí mediante fotografías y narraciones que escuché. Para mí era una ficción, pero que se construía como realidad. Sucede siempre: a partir de la muerte de una persona, podés hacer lo que quieras con ella. La podés llevar para un lado o para el otro, podés transformar su memoria. Me interesaba que en la muestra eso aparezca. En la historia ha ocurrido varias veces y sigue ocurriendo. Podés construir héroes de monstruos, y hacer monstruos con héroes.”

Simulando una galería de retratos, y a la vez siéndolo, la muestra en Benzacar da la misma sensación que los retratos de Goya a la familia real: una ensalada rusa de individuos que sólo un destino muy caprichoso podría haber puesto juntos. Representados en solitario, entre los retratados de Huffmann conviven robots con indios, dragones con ancianos samuráis, mujeres aristocráticas, campesinos y cristos. Algunos parecen tomados de fotografías de sociedad, otros de cuadros antiguos, otros de las pantallas en las que uno selecciona personajes en los videojuegos. Rodeados de lápidas y unos marcos que parecen haber sobrevivido a un incendio, el efecto de panteón se produce aunque, entre el choque de épocas, etnias, atributos, tipos de representación y clases sociales, es difícil entender quién es el héroe y quién es el villano o qué relación los ha unido, si es que se han relacionado de algún modo.

Huffmann conoce bien la historia del arte, y sabe también que una galería de retratos es, sobre todo, el relato de un proyecto de poder. Cuando se le pregunta por ello, responde: “Yo no lo pensaba como una historia nacional, ni son retratos de personajes reconocibles. De alguna manera, los retratos son emanaciones de la novela que sustenta la muestra, pero que no está escrita. Y todo ese país o esa novela que existe a partir de los retratos es sólo potencialidad, porque se ve la capacidad de narración, pero no se muestra. En todo caso, lo que aparece es la construcción de una individualidad a partir de rasgos. Supongo que es un momento interesante para pensar la construcción de representaciones, pero no solo políticas, también cada uno de nosotros como alguien que hizo un gran esfuerzo para presentarse como se presenta”.

En tu autorretrato, te representás como escritor. Más allá de funcionar como marco para la muestra, una especie de aviso de que lo que se ve fue hecho de esa manera, aparecés como un artista definido por sus libros, por la información que consume y que lo tiene tan ensimismado que ni siquiera puede echar un vistazo hacia la ventana o distraerse un segundo para regar la planta que se le seca al lado. La cita en el título, la idea de que la literatura y no la vida es origen de la literatura o el arte, las referencias a un pasado familiar y la construcción de una genealogía ficticia sitúan tu muestra muy cerca de preocupaciones borgeanas.

–Yo lo veo parecido a cuando una novela empieza con el personaje contándote que él es escritor, y entonces te cuenta qué desayuna, dónde se sienta y qué está comenzando a escribir. Y ahí, cuando te dice que se sentó a escribir, empieza la novela. Sí, podría ser un marco dentro del marco. Me gusta eso en “El Aleph”, un cuento cortito que contiene una poesía más larga que cualquier novela porque incluye todos los ángulos del planeta Tierra. Son esas paradojas casi de orden matemático, de que algo pequeño pueda contener otra cosa más compleja que sí misma, lo que vuelve real a ese punto.

También hay un gesto adolescente en representarse. Las lápidas, por ejemplo, están llenas de firmas, que si bien en este caso son graffitis, es también una manera de definirse.

–Sí. En las lápidas hay firmas, tags, graffitis, una energía muy juvenil y urbana de poner su nombre continuamente, inscripciones una sobre otra hasta que más que una escritura parece una imagen. Me interesa mucho el límite entre la adolescencia y la infancia, porque es un punto que tiene que ver también con la ficción: es el momento en que alguien decide transformarse, convertirse en una representación de sí mismo y simular, simular los impulsos, simular los sentimientos para generar una bifurfación emocional, odiosa pero totalmente necesaria para ser funcional. Para mí esta muestra tenía un carácter político en ese sentido, en cómo funciona o cómo se construye una identidad.

Es interesante que, aunque se plantee como representación del futuro, uses una tecnología tan antigua como la pintura para realizar la muestra. Si bien tus últimas exposiciones han sido básicamente de pintura, siempre era cuestionada. En Extraño gobernante para un corazón, por ejemplo, aparecía en tensión con la fotografía. En tu exhibición en Recoleta, la pintura funcionaba como una pantalla, a través de pixeles.

–El autorretrato también tiene ese choque de temporalidades: parece el futuro, pero la computadora es muy vieja. Es que el futuro se desplaza en una forma impensable. En 2001, según Arthur C. Clark, deberíamos haber llegado a Júpiter, y, según entiendo, todavía ni volvimos a la Luna. Pero han pasado otras cosas que Clark ni nadie imaginaba: la interconectividad, Internet, la velocidad de comunicación. En otras muestras, yo usaba la pintura para cuestionar el presupuesto de que una fotografía es más real que una imagen pintada. La yuxtaponía, la hacía hiperrealista, iba cambiando los grados de apropiación, etcétera. Pero me interesa mucho la pintura con relación al dibujo y a sus capacidades expresivas, que le son propias y de ningún otro género. Es como si fuesen diferentes instrumentos musicales y cada uno tiene un tono que no tiene el resto. Acá no quise cuestionar más la pintura, y al mismo tiempo me puse a mí mismo en una situación muy incómoda. No soy realmente pintor, pero me comprometí con pintar esos cuadros, con la pincelada grande y esos empastes. Como ficción sobre el futuro, es una opción muy atractiva: pintar como si el arte contemporáneo no hubiese existido.