Doce jinetes para una máquina, por Florencia Qualina
Extraño gobernante..., 2018


DIALECTO
Una amplia vía del arte en Buenos Aires durante los últimos años del siglo XX transcurrió entre la predilección intimista y la pequeña escala; bordados, escrituras en las que sobrevolaba la autobiografía, piezas ornamentadas con brillantina, stickers; ensamblajes de plástico y animales de peluche. Una estética doméstica, artesanal, realizada por artistas que, en general, no habían transitado instancias de formación académica y se encontraban “sin preconceptos sobre lo que debía hacerse ni interés en los modelos internacionales”. (1) Si el mundo post-1989 irradiaba bienales que hablaban una lingua franca político-estética, el espacio paradigmático de Buenos Aires, el Centro Cultural Rojas, bajo el programa curatorial de Jorge Gumier Maier, buscaba transitar un sendero alterno, labrado en particularidades, en dialectos de difícil traducción más allá de la logia pobre pero exclusiva que había reunido.

El programa doméstico del Rojas funcionaba en clara oposición al proyecto internacionalista que había dominado los impulsos del Instituto Di Tella en los 60, el Centro de Arte y Comunicación durante los 70 y las individualidades pictóricas neoexpresionistas de los 80; también era una antítesis de la apertura al mundo pregonada por el gobierno neoliberal que iniciaba su ciclo al mismo tiempo que se abría la sala del Rojas, el año cero de la globalización: 1989. La ley de convertibilidad sería el emblema de la súbita adquisición del pasaporte hacia el mundo desarrollado, que por supuesto fue lentamente desintegrándose. La euforia fue cediendo al mismo tiempo que la deuda externa, la desindustrialización y el desempleo crecían, hasta que explotó en diciembre del 2001. Para entonces, Gumier Maier, que había concluido su trabajo en el Rojas, se encontraba ya retirado de la vida pública; como Ada Falcón o el Coronel Kurtz, sólo podría ser encontrado en su legado o adentrándose en la selva.

Los movimientos de la historia condujeron a que la generación emergente del 2001 dirigiera sus búsquedas estéticas hacia la monumentalidad de las instalaciones, un rasgo que se adivina reactivo a la insistente bidimensionalidad de pequeño formato dominante en los 90, la manipulación de objetos industriales –que como cuadro o pieza objetual había sido elaborada por Marcelo Pombo, Alfredo Londaibere, Benito Laren– y atendiera el trabajo de Thomas Hirschhorn, Gabriel Orozco y Mike Kelley, a través de publicaciones como Art Now, Art Forum o Flash Art.

La topografía que marcan los artistas post-2001 se encuentra atravesada por una nueva institucionalidad configurada en la creciente circulación de residencias en el exterior; de plataformas de visibilidad novedosas como los premios Curriculum Cero, Petrobras y el Barrio Joven de la feria arteBA; ámbitos de formación como las clínicas de arte dictadas por Diana Aisenberg, Sergio Bazán, Mónica Girón, Pablo Siquier, Jorge Macchi y la Beca Kuitca, que han sido medulares tanto para el desarrollo de procesos creativos como para la integración de la práctica artística con un sistema simbólico- económico del que participan curadores, galeristas, coleccionistas. La obra de Carlos Huffmann se origina, parcialmente, en este contexto.


TEKNÉ
Tempranamente se alinearon en Huffmann intensos flujos antagónicos: al mismo tiempo que se formaba en los talleres de Girón, Aisenberg y Siquier, estudiaba economía en la Universidad Di Tella; un tránsito entre Alfa & Omega que podría leerse como una continua vocación por dar forma a una concepción inteligible de la realidad sobre la que se adhieren rasgos místicos, extraños o irracionales, o a la inversa. El máster en CalArts que obtuvo dio curso a su particular curiosidad intelectual, inmersión material en el craft artístico y voluntad por extender el campo de visión hacia lugares distantes y desfamiliarizados, en un horizonte que por razones económicas, geográficas y folklóricas tiene una cierta inclinación por el ensimismamiento.

Desde el segundo lustro de los 2000, Huffmann se ha concentrado en fabricar un imaginario industrial tensionado entre el acelerado torrente de urbanidad de los temas y procedimientos clásicos; píxeles pintados con óleo, máquinas de videojuegos Arcade envueltas en esculturas de resina poliéster, pintura sobre impresiones inkjet. En cada obra colisionan sobreestimulación y paciencia.

Si la gran escala gobierna su obra de exhibición pública, existe paralelamente un laboratorio de investigación compuesto por innumerables cuadernos de dibujos que Huffmann nunca expuso, pero que ocasionalmente insinúa en Instagram. Allí las ideas nacen, insisten, toman formas y mutan; no se trata de cuadernos de bocetos, sino de un territorio de materialidad prosaica. Libros manuscritos donde metaboliza Ghost in the Shell, El Eternauta, a Mike Mignola y el Anti Edipo; el Viaje a Ixtlán, Bataille y la saga de los hermanos Glass; escribe aforismos sobre religión y filosofía política; traza los símbolos que luego serán instalaciones, pinturas, esculturas o escritura. En sus códices se cristaliza la obsesiva “idea de hacer un dibujo que se transforme en pensamiento viviente”.

La particularidad de Huffmann en la escena artística de Buenos Aires se identifica también en la insistencia con la que aborda la escritura, no sólo para cavilar sobre su propia práctica, sino también para ejercitar la crítica de arte. Huffmann escribe en un campo de artistas marcadamente antiteóricos, en el que quizá orbite aún la herencia del programa artístico-curatorial de Gumier Maier (también anti-statement, se preguntaba: “... ¿qué sucede cuando la verborragia académico-periodística se topa con estas obras extraviadas de su confort nomenclador, con aquello que floreció ignorante, sordo a sus demandas y sobornos?”).(2) Huffmann propone sentencias imperativas que resultarían indigeribles en aquel sobreactuado romanticismo: “Las artes visuales investigan la manera que los ojos piensan”; “Los artistas intentan detener la mirada del espectador sobre aquello que debe ser visto”; “Una obra de arte es un instrumento que nace por la voluntad del artista de producir una estela a través del tiempo...”.(3) Si cada generación opera a través de cortes y herencias para producir sus propias imágenes, la escritura es una arena privilegiada en la disputa de sentidos y construcción de cánones. Es vital, también una posición política, que el artista asuma la propia representación en la discursividad de su tiempo.


UN SURREALISMO POSINDUSTRIAL
Sobre una pared blanca se encuentran colgadas 48 revistas intervenidas por Carlos Huffmann con dibujos; de las páginas emergen criaturas de naturaleza inexplicable. Un oso polar gigante que persigue o busca aplastar un auto; un Lamborghini tapiado con una cruz en su parabrisas es observado por dos zorros al costado del camino; en el aire un águila tiene en cada pata una soga que ata a un Ford Interceptor de un lado y a una bestia humanoide del otro. También está Laetitia Casta retratada para la revista Elle en una sesión fotográfica sobre lencería; en la cama, ella está acompañada por un coleóptero androide que lleva sobre la espalda un cervatillo. En otra exhibición de las revistas, Huffmann dispuso en el centro y sobre el piso un ouroboros. La asepsia de ambos montajes funciona como antídoto para la proliferación de imágenes y representaciones que se condensan en cada hoja.

Dibujos virtuosos y detallistas sobre impresiones industriales; un resquicio de fantasía adolescente que dibuja sobre todo lo que tiene a su alcance. La serie puede ser pensada como una doble intervención: la primera, aurática y delicada, se emplaza en la reproductibilidad propia de las revistas; la segunda y más aguda es una operación sobre el campo libidinal de la masculinidad. Si máquina es un símbolo de plenitud, éxito o conquista, la fuga a través del humor absurdo es una estrategia de desobediencia. Huffmann también traza escenas fragmentarias de lo que se adivina una mitología personal al mismo tiempo que enrarece la noción de realidad. “¿Qué es la Realidad?” es una pregunta hipotéticamente fundante de la existencia, un topos de la filosofía, la ciencia ficción, la física cuántica; un tejido elástico desde la incorporación de dispositivos tecnológicos que se llevan como prótesis desde los albores del siglo XXI. Navegar entre pantallas, chats, sueños y vigilia es una constante en la ubicuidad del semiocapitalismo.

El camión avanza como un tornado y embiste todo lo que se cruza en su camino. Milagrosamente quedó en pie un monumento Stonehenge ad hoc y un altar dentro del que reposan una cruz y una vela encendida. El ambiente se encuentra sobrecargado de imágenes: el tótem de un perro; grafitis; la A de Anarquía impresa en el acoplado de la máquina, detrás una autopista inconclusa o un arco del triunfo improvisado. Cuando Huffmann inició la serie de los camiones entre 2009 y 2010 sólo habían transcurrido algunos meses desde la finalización del Rally Dakar Argentina-Chile.

El Dakar se realizaba por primera vez en Sudamérica. Inició su marcha durante los primeros días de enero en Buenos Aires con una caravana de quinientos vehículos que atravesaron la pampa, el norte de la Patagonia; cruzaron la cordillera de los Andes hasta el desierto de Atacama y desde allí descendieron diagonalmente, hasta volver a Buenos Aires. Diversas agrupaciones ambientalistas alertaron sobre los daños que causaría el paso del raid por el territorio, sitios arqueológicos y comunidades indígenas; el Dakar, sin embargo, no se detuvo. La serie de camiones de Huffmann –a priori, visiones tecnosurrealistas impregnadas de distopía Mad Max Fury Road– emanan realidad. Una realidad estructural que elabora como alucinación.

La competencia automovilística no agota las imágenes ni las explica; funciona como un disparador lateral en un corpus narrativo que sitúa a la tecnología como fuerza primordial y núcleo problemático de la vida contemporánea. Las pinturas de camiones capturan el momento del choque entre la máquina y todo lo que se cruza a su paso con una vitalidad extática, despertando ambivalencia. No son una alegoría sobre la destrucción, aunque los títulos labren parcialmente esa vía –Say no to entertainment, Odioodio, Untitled (meaning of the beast)–; tampoco de un canto al amor al peligro, la costumbre de la energía y la temeridad... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla es más hermoso que la Victoria de Samotracia...(4) Sin embargo, es difícil no percibir una mezcla de terror y alegría que provoca pánico.

Metonímicamente, los automóviles encarnan modelos fuertemente arraigados en la subjetividad capitalista; aliados del hombre en el camino de la evolución de las comunicaciones y el transporte – dos lemas levantados por la revolución industrial–, los aparatos se impregnan imaginariamente de conquista masculina. María Gainza advirtió ecos de The Atrocity Exhibition de J.G Ballard, además de asociar el embate de los camiones con reminiscencias fálicas.(5) A estas acertadas impresiones podría adherirse otra obra de Ballard, Crash, donde la pulsión sexual se activa en la fantasía de muerte. La excitación por la aceleración es una clave que atraviesa sus pinturas tanto como a la anfetamínica sensibilidad contemporánea. NZT-48 para producir, MDA para divertirse, Sildenafil para tener relaciones sexuales, ansiolíticos para dormir. La farmacología es la otra prótesis del cuerpo humano.

La máquina automotriz es, usualmente en Huffmann, un aparato ligado a lo siniestro. “Hará una o dos semanas choqué el segundo perro en mi vida con el auto. El primero era negro y cruzó como un bólido la avenida Libertador de derecha a izquierda, hacia el río. Por el espejo retrovisor vi cómo su cuerpo resbalaba haciendo trompos sobre el pavimento, como alguien que se accidenta mientras patina sobre el hielo. El segundo choque ocurrió en la misma esquina pero el perro era blanco y cruzaba en dirección inversa (...) La mayor diferencia entre ambos encuentros fue que el segundo perro no apareció en mi espejo retrovisor. Escuché el mismo golpe pero al bajar del auto no vi nada en el pavimento. No encontré un cuerpo bajo mi auto, ni tampoco olía a descomposición, así que no puedo sino atribuirle una existencia simbólica al perro blanco. La sola idea de que en mi auto habite un perro-espíritu me sugiere que las imágenes de los símbolos que utilizo están empezando a desbordarse del ámbito representacional dentro del cual los manipulo...”(6) La narración sugiere una incertidumbre emparentada con el clima aturdido que Lucrecia Martel creó en la película La mujer sin cabeza, donde la protagonista atropella algo en la ruta pero no puede establecer ningún tipo de certeza sobre la existencia del accidentado. En el relato de Huffmann, el retorno traumático de la destrucción es elaborado como manifestación de lo siniestro a través del doppelgänger –perro negro/perro blanco, derecha/ izquierda, cuerpo/espectro–, una figura que torna opacos los límites entre realidad-representación y envuelve al arte en el ámbito de la profecía.

En ST (organized spirit) creó una instalación en la que resuena el choque entre hombre, máquina y animal. La pieza ensambla la estructura oxidada de un auto con una criatura tentacular que tiene cabeza de perro; en el centro de este híbrido entre fósil y residuo industrial se ve el logo de la automotriz Renault. En otro momento, el cadáver de un perro eviscerado yace boca arriba junto a una lustrosa pelota de fútbol Nike. La insistencia sobre la ruina y lo siniestro, que aparece subrepticia o literalmente en la obra de Huffmann, puede leerse dentro de la constelación de conceptos críticos propios del surrealismo. Hal Foster identifica la ruina y el maniquí como emblemas de lo maravilloso surrealista, “figuras gemelas de un proceso dialéctico: una modernización que también es ruinosa, un progreso que también es regresivo”.(7)

El ensamblaje entre máquina y mitología en Huffmann aparece programáticamente; la alucinación es una respuesta o recomposición de una realidad derrumbada. La matriz misma del surrealismo histórico se ancla en la necesidad de elaborar imaginariamente el trauma. En 1916 André Breton asistió, como practicante en un neuropsiquiátrico, a la narración de un recluta que creía que la guerra era una puesta en escena, “con soldados maquillados y cadáveres prestados de la escuela de medicina”. En visiones más recientes del surrealismo, la clave permanece invariable; Burroughs- Cronenberg crean una pegajosa máquina de escribir-insecto que habla en Naked Lunch en un trasfondo de homicidio y adicción; David Lynch dirige a sus personajes a un mundo desquiciado después del asesinato o el incesto en Lost Highway y Twin Peaks. El surrealismo histórico dislocaba la vertebralidad racional positivista, confrontaba el centro de su moral religiosa y civil, hoy relativamente residuales en su capacidad disciplinaria. El estado de excepción del orden posglobal ha devorado la racionalidad humanista. Una deriva posfordiana del surrealismo es la elaboración de la vida diurna en la era Skynet.

En Materia, forma y poder, Huffmann situó al final de la galería Ruth Benzacar una obra titulada Campesina roja, realizada con hierros de descarte agrícola, calcos realizados con resina y pigmentos sobre una cosechadora incendiada; los fragmentos y el vacío estructural del enorme trabajo componían una escena enigmática y polisémica. En la máquina resonaba el crepuscular modelo agroexportador que definió al Estado argentino desde el siglo XIX y también podría filtrarse en ella un eco del profundo enfrentamiento social vivido en el país a raíz del proyecto de ley de retención de exportaciones a inicios del gobierno de Cristina Kirchner, en 2008, el más grave conflicto social- institucional posterior al 2001. Sin embargo, el título se dirigía hacia una exploración consciente de la pintura al referirse al Cuadrado rojo. Realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones de Malévich. La cosechadora, en esta constelación genética, se vuelve un lienzo que asimila el ADNpigmento de la vanguardia suprematista.

De todas maneras, las interpretaciones coyunturales macropolíticas sobre la economía agraria o en clave transtextual resultarían insuficientes, ya que la cosechadora se encuentra –parafraseando a Anna Chave en “Minimalismo y retórica del poder”– complicada en asociaciones. Emplazada en una galería remodelada como cubo blanco sobre lo que fue un galpón industrial, la pieza se dirigía también hacia otro campo, el del arte contemporáneo.

La máquina antes utilizada con fines productivos es ahora un objeto artístico; el galpón, antes una fábrica, es ahora una galería de arte. La relación con el tiempo que prismáticamente se abre con la máquina de Materia, forma y poder mira el pasado sin melancolía, para pensar el presente como un sistema de fuerzas vivas, conflictivas y en construcción dialéctica con la historia. ¿Cómo se imbrican arte contemporáneo, urbanismo y el modelo emprendedor dominante con las diásporas expulsadas por la gentrificación? ¿Qué vínculos pueden rastrearse entre la burguesía agroindustrial y el arte contemporáneo? Una respuesta conduciría hacia la Sociedad Rural, donde se emplaza el acontecimiento hegemónico del arte contemporáneo en Argentina, es decir, la feria arteBA. No solamente el Mercado administra los movimientos estéticos, sino que lo hace desde un enclave magnético de poder e historia.

En Huffmann, el imaginario tecnoindustrial condensa los humores antinómicos –dañinos y vitales, desolados y maníacos– que animan el corazón de la bestia; Mark Fisher los identifica a través de Deleuze-Guattari: “Nunca una discordancia o un disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social, que por el contrario tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que levanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de operaciones infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de dudar de sí mismo... Nunca se ha muerto nadie de contradicciones”.(8) Si pudiéramos ver cómo se alejan los camiones hasta que desaparecen en el horizonte, quizá se asemejarían a la caminata de Anton Chigurh en el final de No Country for Old Men, rengueando pero indestructible.

1___ Jorge Gumier Maier y Marcelo Pacheco, Artistas argentinos de los 90, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1999, p. 16. 2___ Jorge Gumier Maier, “El Tao del Arte”, Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, 1997, p. 13.
3___Carlos Huffmann, “¿Qué es el arte contemporáneo?”, en Panamá Revista
4___Filippo Marinetti, “Manifiesto Futurista”, en Lourdes Cirlot, Primeras vanguardias artísticas. Textos y documentos, Barcelona, Editorial Labor, 1995.
5___“Yet, in their unstoppable momentum, the trucks are charged with a seductive–even phallic–urgency”, María Gainza, “Art Forum”, febrero de 2010.
6___ Carlos Huffmann, Intento literario #3, Rosa Chancho, Buenos Aires, 2006.
7___Hal Foster, Belleza compulsiva, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, p. 253.
8___Mark Fisher, “Una revolución social y psíquica de magnitud casi inconcebible: los interrumpidos sueños aceleracionistas de la cultura popular”, en Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo. Armen Avanessian y Mauro Reis (comps.), Buenos Aires, Caja Negra, 2017, p. 160.