Otra Parte Semanal, 1 de junio de 2017
Una pintura que parece representar la tapa de alguna versión alternativa del libro Leviatán de Thomas Hobbes recibe a los individuos que ingresan a la sala para observar la muestra de Carlos Huffmann. La estética hobbesiana funciona como un harapiento y gastado telón de fondo en el que se puede leer, aunque no esté escrito con letras, que la obra maestra del espíritu humano es el Estado. Ese monstruoso artificio, nacido de los miedos más primitivos, fue realizado por nosotros con herramientas rudimentarias. Por más abominable que nos parezca, es preciso recordar que todas las artes son necesarias para la existencia y el bienestar de nuestra especie.
Hobbes analiza sistemáticamente la imaginación y posiblemente ese sea uno de los mayores aportes de su teoría, ya que brinda una vía para comprender los vínculos entre el arte y la política. La imaginación es una sensación decadente, espectros nacidos de las cosas que han sido apartadas de nuestra vista e intentamos recordar. Esa distancia debilita los objetos para transformarlos en memoria; a veces se confunde con los sueños y las fantasías y da origen a nuestras creencias religiosas, con sus inexorables ideas sobre el final. Las piezas de esta muestra expresan de forma pictórica y escultórica los restos de una construcción monstruosa develando no sólo lo terrible en ella, sino lo que hay de justo y verdadero. A partir de signos voluntarios estrictamente artísticos que aparecen en esta exhibición, toda consideración teológica queda excluida para permitirnos indagar sobre los cuerpos, sus causas y propiedades, a fin de comprender cómo es que llegamos a construir este monstruo terrorífico.
Dentro de la estética del arte materialista se distinguen dos tipologías antitéticas: el arte materialista natural teológico, que orienta la imaginación sobre los cuerpos naturales creados por Dios, y el arte materialista social, que orienta la imaginación sobre los cuerpos sociales creados a partir de acuerdos humanos. Esta exhibición responde a la segunda tipología, es decir, al lado civil de la estética materialista. Indaga sobre estructuras sociales como las viviendas, las cosechadoras o las herramientas que reverberan en su propio lenguaje diciendo: “El secreto del Estado es preservar la civilización”. Es una muestra profundamente materialista, en la que no existe nada por fuera de los objetos. No podemos buscar soluciones trascendentales para resolver los misterios de nuestra existencia, sólo podemos entregarnos a la percepción de esos cuerpos y dejar que se organicen en nuestra imaginación. Al observar las superficies y los volúmenes de las obras de Huffmann, se compone la forma aterradora de un Estado agonizante.
El crecimiento desregulado de las ciudades —soporte físico necesario para que se desenvuelva el ciclo del capital— avanza eliminando las separaciones que confrontan a los cuerpos vivientes para reemplazar las reglas de la naturaleza por las del espacio urbano y las técnicas de producción y consumo, y crea así nuevos protocolos de construcción y contratos que exceden el alcance de las normas legales vigentes. Por otra parte, la cosechadora también es una tecnología diseñada para reprogramar la naturaleza, no sólo por la forma en que destroza la paja para extraer los granos transgénicos, sino por su poder para devastar las poblaciones rurales al tiempo que permite explosiones demográficas en las grandes ciudades del planeta. De esta manera, se entrelazan las imágenes creadas por Huffmann para configurar lo que Hobbes denomina una imaginación compuesta, en la que cosechadoras y urbes no se presentan como dos tecnologías opuestas sino como un continuo que posibilita la construcción del monumental cuerpo colectivo que llamamos República Argentina.