40 años de Democracia
por Carlos Huffmann. DEMOCRACIA - 40 Años, Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, 2023



En el aniversario número 40 de lo que tal vez sea la mayor conquista de la historia Argentina, la democracia que supimos conseguir merece ser celebrada. Hay mucho para criticar, múltiples fracasos y profundas falencias, pero en este texto ensayaré una reflexión desde el pensamiento del arte sobre cómo es la relación entre la democracia y la belleza. En los terribles años previos al logro colectivo que hoy celebramos muchos artistas se vieron compelidos a suspender sus prácticas mientras que otros las continuaron a escondidas para preservarse. Algunos artistas sintieron que debían abandonar el arte para entregarse a una militancia que prometía la realización de un mundo ideal. Ante un estadoque estuvo signado por el horror el arte se retrajo de forma instintiva.

En una conferencia realizada hace algunos años, ante la pregunta por cuál consideraba él que debía ser la relación entre el Arte y el Estado, filósofo y teórico del arte Boris Groys respondió de forma bastante sucinta que el estado solo se involucra con el arte cuando se autopercibe como un "estado bello" y que, en las democracias modernas, el estado reduce su involucramiento con el arte y lo delega a manos del mercado. Si este fuera el caso, ¿Cómo y dónde se encuentra esa belleza de la democracia que nos impulsa a celebrarla? Conociendo la obra de Groys, es razonable imaginar que el "estado bello" al que hace referencia es la Unión Soviética, que definió a través del desarrollo del "realismo socialista" un canon prescriptivo que reguló rigurosamente cómo debían ser las características formales y temáticas del arte que sería admitido como lícito. Este arte debía funcionar como una especie de espejo donde se reflejase la belleza del régimen y de esa manera opere como un instrumento que le dé credibilidad a la otra característica definitoria del estado soviético: su aspecto definitivo e ideal.

El estado nazi tambien se consideraba a si mismo un estado bello e intentó crear un canon oficial que incluyó un minucioso trabajo de humillación, escarnio y en algunos casos desrtrucción de obras de lo que denominaban entartete kunst. Este "arte degenerado" incluía en su nómina a muchos de los movimientos modernistas que se estaban desarrollando en Europa a principios del siglo XX, como lo fueron el dadaísmo, el surrealismo y el cubismo. Las similitudes entre el arte prescrito por la Reichskulturkammer y por el Narkompros soviético son imposibles de ignorar: cuerpos jóvenes e idealizados, paisajes idílicos y simbología marcial protagonizan ambos estilos y han hecho que se los asocie bajo el nombre de "realismo heróico".

No solamente los estados antidemocráticos se han involucrado con el arte. Un ejemplo cuya veracidad está cuestionada pero resulta plausible es del gobierno de los Estados Unidos impulsando a través de la CIA el desarrollo de un arte para demostrar la superioridad de la belleza del sueño americano por encima de los ideales de los países colectivistas, impulsando y financiando desde las sombras el surgimiento de movimientos como el expresionismo abstracto y su idealización del artista como médium del genio individual. En Argentina, el primer peronismo intentó intervenir sobre la producción artística argentina a través de los salones nacionales al imponer temáticas en consonancia con la propaganda política oficial. El Ministro de Educación de ese gobierno, Oscar Ivanissevich, condenó las expresiones de arte abstracto y "morboso" por antiestéticas, lejanas a la sensibilidad del pueblo y por lo tanto aborrecibles.

En las democracias modernas el estado renuncia mayormente a intervenir sobre el campo de la estética como consecuencia natural de su gran confianza en el genio colectivo de la soberana plaza electoral. A diferencia de los estados bellos, que por dicha condición se consideran a sí mismos perfectos e inmodificables, el estado democrático reconoce la naturaleza caótica y mutante de la estructura de deseos, ideas y objetos que se movilizan en el núcleo de las poblaciones a quienes está encomendado a servir. Las democracias saben que las transformaciones ocurren primero abajo y derraman para arriba de acuerdo a la dinámica impredecible de la población y sus diversas plazas y mercados. La belleza de la democracia es inversa a la revolucionaria ya que interpreta las necesidades de reforma leyendo las señales que provienen de las urnas y la cultura, e impone una lentitud y progresividad al proceso de cambio acorde a la capacidad de adaptación de la población. El aspecto evolutivo del estado democrático contrasta con la pretensión creacionista de los modelos que proponen crear el edén a través del poder que resulta de una centralización máxima del pensamiento y la fuerza.

El arte de la democracia es entonces muy diferente al de los estados bellos. En él coexisten exploraciones individualistas al mismo tiempo que una "hipertextualidad" de ideas e imágenes va tejiendo una historia colectiva. Su cánon está contínuamente siendo alterado y reescrito para que luego de su impugnación inicial se revele la emergencia de una composición inesperada, amplia y fértil. En la actualidad, el "giro decolonial" que monopoliza las agendas de muchas de las instituciones comerciales y académicas del arte se propone un rediseño radical del sistema del arte en occidente. Podemos encontrar frutos de estas experiencias en la emergencia de nuevos protagonistas que intervienen y cambian el significado de las grandes obras de arte históricas a la vez que ponen en escena y a consideración sus propuestas propias.

La politicidad del arte en la democracia está en su complejidad y contradicción. En la jerga existe una categoría de "arte político" que sugiere la existencia de un arte apolítico. Esta distinción tiene una dinámica similar a la que emerge del uso de la categoría "arte conceptual" que parece señalar la existencia de un "arte formalista" vacío de conceptos. Este binarismo es problemático porque toda obra de arte posee un vector político como parte de la multiplicidad de líneas de producción de sentido que la constituyen. Las obras denominadas "arte político" usualmente se caracterizan por estar concebidas para generar una primera impresión de enorme literalidad política como un escenario para luego desplegar su complejidad. En la obra Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared el artista Roberto Jacoby configura una recursividad en apariencia irónica: la obra consiste de una impresión serigráfica del Che Guevara que parece querer aleccionar a quienes usan pósters del ícono para decorar las paredes de sus casas. La recursión se revela en su perversidad cuando uno entra en razón de que el destino inexorable de esta obra de arte es estar colgada en la opulenta casa de un coleccionista o en la sala de exhibiciones de un museo. No se trata de una contradicción accidental: el aspecto paradójico de la obra es lo que la hace hermosa y la vuelve un objeto filosófico. El artista Roberto Jacoby demuestra así la complejidad múltiple de su práctica: arte de los medios, arte conceptual, arte sobre el mercado.

En el año 2003 se realizó en el museo Malba de la Ciudad de Buenos Aires una conversación que fué titulada "Arte Rosa Light y Rosa Luxemburgo" en el cual se pretendía poner en debate la tensión entre un arte supuestamente frívolo que tuvo su epicentro en el Centro Cultural Rojas y las expresiones "literalmente políticas" que presumen ser más serias y comprometidas. Luego de las intervenciones se reveló un inesperado consenso entre los oradores respecto del absurdo de la premisa y la inexorabilidad del componente político en toda obra de arte. La historiadora Ana Longoni concluyó la ronda de presentaciones mencionando la existencia de
"...una sinonimia falaz entre arte político e ideas de izquierda, al menos progresistas o políticamente correctas. León Ferrari no se cansa de denunciar que Miguel Ángel y Rafael son los más grandes artistas políticos de todos los tiempos: los que lograron proveer de imágenes al poder eclesiástico, los artistas del poder”.

En ese año todavía no se había disipado el humo de la última vez que nuestra actual democracia tuvo que ver a un presidente abandonar su mandato antes de tiempo y unas calles llenas de expresiones espontáneas de una sociedad reclamando a la democracia un cambio radical. En contraste con el silencio que descendió durante la última dictadura muchos artistas participaron en las manifestaciones y amplificaron esas expresiones haciendo su aporte a las imágenes que quedaron imborrables en nuestra memoria colectiva.

El arte impulsado por el genio colectivo de la democracia investiga las formas extrañas, emergentes y subalternas; las imágenes alienígenas llegadas desde los fenómenos sociales, los instrumentos y expediciones de la tecnología, las inteligencias artificiales y las modas populares. Señala lo que debe ser visto por la sensibilidad de su tiempo. Viene a ser algo así como la parte que hierve de la cultura, generando todo tipo de turbulencias, evaporaciones y reacciones a su alrededor. Por estas razones la alquimia del arte está en íntima complicidad con la lentitud de la democracia y sus procesos de legislación, alternancia y reforma. Las grandes obras de arte son capaces de sostener la mirada del público a través de las décadas. A medida que se transfiguran las maneras de ver la realidad una misma obra produce nuevos significados y su estela altera el mundo de maneras sutiles, impredecibles y persistentes. La belleza que florece en la democracia es nativa de los procesos de iteración: ensayo y error, reforma y aprendizaje en común. Es natural sentirse insatisfecho por su evidente imperfección pero cabe analizar con detenimiento las creencias implícitas en este malestar. La "perfección" plasmada en el arte de los estados bellos es testimonio de ellas. Si leemos y escuchamos con atención a los artistas de la democracia cuando describen su proceso de creación nos encontramos permanentemente con ejemplos del rol fundamental que tienen los errores, los accidentes, las casualidades y lo imprevisto en sus prácticas.

De la misma manera, la democracia que constituímos se vale de la creatividad interminable que irradia la turbulencia característica de los pueblos libres. A la zaga de las transformaciones en la cultura que resultan de los triunfos, frustraciones y aprendizajes que experimenta el genio colectivo, la capilaridad que existe entre el estado, las plazas y los mercados permiten diseñar el programa de la democracia de los próximos 40 años. Por su lado, el arte de la democracia seguirá en brazos del pulso anárquico que late en la extraordinaria belleza de infinitos futuros posibles.