¿Qué es el arte contemporáneo?. Panamá revista, 17 de noviembre 2015 


El arte contemporáneo puede ser un bicho difícil de amar. En general lo es cualquier producción cultural (música, danza, literatura, etc) que pretenda inscribirse en la historia académica de su disciplina, pero quizás las artes visuales están expuestas a mayor escrutinio por acaparar los museos de tantas ciudades turísticas del mundo. También suelen ser miradas con desconfianza cuando se realizan ventas por cifras delirantes en el mercado secundario. Pero la principal causa del extrañamiento con el público es la ruptura que se produjo en cierto momento histórico entre el aspecto del arte que comenzó a producirse respecto del que persiste hasta hoy en el imaginario masivo. Este texto contiene algunas reflexiones que pueden ser útiles para quien esté interesado en abordar el a veces áspero mundo de objetos producidos bajo la categoría de lo contemporáneo.
Una obra es un espejo que devuelve una mirada sin cuerpo, la mirada revelada como forma, fórmula, como mecanismo. Mirar arte es mirar dentro de los propios ojos. Las artes visuales investigan la manera que los ojos piensan.

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Hacer artes visuales es trabajar con el órgano más tironeado de todos. El aluvión de imágenes producido por los medios masivos tiene como objetivo final modelar las formas de ver y modificar el comportamiento de su público. Desde casi cualquier perspectiva de la ciudad, la cartelería publicitaria intenta ejercer su dominio sobre las retinas de los ciudadanos. En simultáneo, usamos los ojos para evitar ser atropellados por un auto o para evaluar si nos dieron bien el cambio. Mirar es juzgar, a toda velocidad.

Confiamos en que la realidad, la materia, es en sí misma tal cual y como la vemos. Creemos que una piedra que descansa sobre la superficie de un planeta remoto y deshabitado es intrínsecamente idéntica a la piedra que veríamos si estuviéramos parados junto a ella, como si las imágenes que se manifiestan ante nuestra conciencia no fuesen una representación bastante arbitraria generada por una biología particular y editada por una cultura.

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A diferencia de producciones culturales que se van desplegando a lo largo de minutos u horas, como un libro o una canción, las obras de arte nos atropellan en una fracción de segundo. El “me gusta/no me gusta” sirve para subsanar la sensación inicial de vacío que generan estos artefactos que, de mínima, nos piden suspender por unos momentos la confianza en que solo necesitamos rozar con la vista un objeto para descubrirlo. El juicio de valor en general es inmediato como el de un niño que ve arvejas en su plato y decide que no le gustan porque son verdes.

Qué me quiso decir el artista? Esta pregunta es en algún sentido inválida. Lo que el artista quiso decir es el objeto artístico mismo. No hay una traducción a texto que pueda reemplazarlo. Si la hubiese significaría que la cosa está vacía de cualquier interés, la explicación la volvería redundante.

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Arte y Arte Contemporáneo son una misma cosa. Una obra de arte es un objeto que no podría haber sido creado en un momento de la historia previo al de su realización. Es falsa la idea nostálgica de que alguna vez existió un arte atemporal que hoy ya nadie sabe producir. La única razón por la cual nadie pinta hoy en día como Diego Velázquez es porque ya no tiene sentido hacerlo. En el plano material, los avances tecnológicos y los cambios en la estructura del mercado del arte alteran las condiciones de trabajo y las herramientas disponibles para la producción. En el plano de los contenidos, las transformaciones de la cultura requieren constantemente que se investigue y expanda el campo de lo que puede ser puesto en escena. Los cánones de belleza son atacados una y otra vez como manera de contrarrestar la violencia en términos de exclusión que generan y el tedioso y embrutecedor uso instrumental que se habilita a partir de cualquier consenso que se forme sobre ellos.

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El tema de la belleza en el arte podría disolverse en que es bella cualquier cosa que sea arte y viceversa. En el arte contemporáneo abundan las obras que van al choque con las nociones conservadoras de la belleza sustentadas por el cine comercial, la publicidad, el mundo de la moda, el mainstream en general. Si uno visita una bienal contemporánea no es extraño encontrarse con caóticos ensamblajes que ocupan salas completas, esculturas con injertos de material putrefacto, gestos mínimos vaciados de cualquier rastro de virtuosismo técnico. Inclusive una pintura abstracta suele resultar difícil de digerir para una gran parte del público. En todos estos casos, hay algún tipo de transformación afirmativa que está siendo instrumentada a través de la materia abyecta: la perfección de la inocencia, algún tipo de eficiencia lingüística, una reivindicación política o identitaria, la democratización de lo estético, etc. La lista es infinita, secreta y extraña. Los artistas intentan detener la mirada del espectador sobre aquello que debe ser visto.

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Una investigación central para comprender la continuidad entre la pintura clásica y el heterogéneo arte contemporáneo puede encontrarse en el libro y documental  “El conocimiento secreto“, realizada por el pintor David Hockney. En él expone una gran cantidad de evidencia de que la pintura clásica era realizada haciendo uso de todo tipo de adelantos y máquinas ópticas que permitían a los artistas calcar la realidad a partir de proyecciones hechas con espejos curvos y cámaras lúcidas. Este libro es considerado casi una blasfemia por la vieja guardia de historiadores que intentan trazar una línea divisoria contundente entre el arte clásico, y el moderno. Para esta visión de la historia del arte, en el pasado existieron genios que pintaban de manera hiperrealista mucho antes de que existan las técnicas posibilitadas por la óptica avanzada y la fotografía, técnicas a las cuales los pintores hoy en día echan mano sin pensárselo dos veces. Hay abundante evidencia de que muchos de los clásicos apelaban también a diversos atajos técnicos para facilitar la producción de sus cuadros. Hockney insiste sabiamente en que su libro no ataca la estatura histórica de estos artistas, sino más bien que apunta a correr el foco respecto de cuál es el mérito que los hacía grandes. Lo que para un artista contemporáneo es obvio, también lo era en esa época: la capacidad de replicar miméticamente la realidad usando pintura y pincel es el fruto más trivial del virtuosismo. Lo que hacía grandes a los clásicos eran sus hallazgos en términos de los pensamientos vivos que podían ser llevados a una forma por primera vez, y su capacidad para componer objetos capaces de sostenerle la mirada a un espectador, al punto de independizarse de su autor y de cualquier intención que haya tenido éste al crearlos.

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La fotografía es la gran artífice de que el lenguaje visual haya dejado de ser investigado exclusivamente a través de la pintura y la escultura al librarlas de su función de herramienta política y educativa. A partir de este momento los artistas se abocan a investigar la manera por la cual todo encuadre o señalamiento genera una imagen. Es sobre estas impresiones desnudas que se ha puesto definitivamente el foco: la masa de sentidos que emite cualquier objeto al ser separado del flujo de lo cotidiano. Aprendimos a leer cómo las formas de un mingitorio nos hablan de una industria desarrollada, vemos que su existencia expresa una cierta organización de la sexualidad, una teoría sobre la ergonomía, un cierto sentido del humor asociado al espíritu de un momento del mundo. Pintura sobre tela, una impresión inkjet sobre una hoja A4 o un rumor diseminado a través de las redes sociales son vehículos igualmente válidos para el pensamiento visual: diferentes operaciones sobre lo presente.

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Una obra de arte es un instrumento que nace por la voluntad del artista de producir una estela a través del tiempo. Es el resto material de una arqueología del presente: los insumos y herramientas que están disponibles, la música que se baila, los lugares en los cuales se exponen trabajos, las ideas que excitan. Es un lenguaje irreductible y anárquico, solo su periferia puede ser traducida en palabras. La naturaleza proteiforme de su sentido hace que las obras de arte sean una plataforma muy efectiva para la edificación de discursos sobre los grandes temas. Ningún discurso las contiene por demasiado tiempo: son singulares nudos de materia libre.