por Carlos Huffmann. Otra Parte Semanal, 2 de julio de 2020
El material de trabajo del artista es la cultura: el epoxy, la pintura, los píxeles y las palabras son sólo herramientas. Los/las/les artistas de todo tipo buscan ser la superficie caliente sobre la cual el agua hierve y agita los ingredientes del caldo primordial. En este mundo puesto en “modo a prueba de fallos”, la cultura en cuanto materia susceptible de ser trabajada está más expuesta que nunca. No es mi intención en este texto hacer futurología sobre el mundo por venir. Haré en cambio una pequeña sugerencia con la esperanza de que movilice algunas reformas en nuestra organización colectiva. Comencemos con algunas consideraciones económicas que contextualizan la propuesta que quiero hacer respecto de la moneda con la cual denominamos el precio de las obras de arte en las galerías del país.
Cuando se piensan los aspectos económicos de la producción artística, suele hacerse a la luz de un presupuesto muy extendido y teorizado: el arte es un commodity, un bien más o menos fungible, algo comparable a la soja o al hierro. Esta idea, provocativa y valiosa cuando se usa para criticar las dinámicas del mundo de las subastas multimillonarias, nos lleva como comunidad periférica a embarcarnos en estrategias equivocadas. Si comparamos los precios a los que se vende el arte en otros mercados de Latinoamérica, el presupuesto de que el arte es un commodity sugiere que la obra de arte argentina debería ser muy competitiva. Este diferencial de precios debería significar que podemos vender el cien por ciento de nuestra producción en los mercados internacionales y prescindir de un sostén en el mercado doméstico. En los hechos, esta “exportación del arte argentino” es mucho más dificultosa de lo que algunos optimistas creían. Por razones que involucran aspectos estéticos, geopolíticos y materiales, una buena relación de precio/calidad (1) no resulta ser condición suficiente para generar ventas de nuestra producción en ferias internacionales y mercados globales.
No es muy difícil señalar algunos factores económicos que nos diferencian de México y Brasil, dos países de la región (no los únicos) que cuentan con mercados del arte robustos. Una mirada macro señalará la masa poblacional y el producto bruto interno en estos países, que por ser de una magnitud considerablemente superior a la nuestra, llegan a cierta masa crítica en la cual las “leyes de los grandes números” (la estadística) empiezan a operar de manera más significativa. Desde una perspectiva micro y sociológica, en estos países existe un fluido mercado (del arte) que consume, piensa y celebra la producción local. El crecimiento de estas escenas artísticas estuvo aparejado con el crecimiento que experimentaron como países en términos de su incidencia geopolítica, pero no tenemos por qué atribuir una relación de causa y efecto unidireccional a lo que podemos pensar como desarrollos interdependientes. Las culturas que se piensan a sí mismas llaman a ser pensadas por el mundo. Una sociedad que no se encarna en la estima por su cultura no puede esperar que un exterior indefinido y fantástico venga a hacer ese trabajo por ella. No podemos imaginar que vamos a exportar las ideas y las cosas de una cultura que nosotros mismos no atesoramos como querencia. ¿A qué mundo le podemos pedir creer en la producción artística de un ecosistema que tiene museos con ínfimos presupuestos para adquisiciones de arte contemporáneo? Un mercado local sano es el primer paso de cualquier desarrollo sostenible. Toda obra de arte, antes de ser universal, es de un lugar, los lunfardos no son más ni menos lenguaje que las lenguas oficiales, y son valiosos en la medida en que vuelven decible la parte del mundo que sólo ve el pueblo que lo habla. Ningún arte nace commodity ni necesita aspirar a serlo para poder agitar las energías, deseos y pensamientos de un colectivo. El modelo con el cual pensamos y organizamos nuestro mundo del arte es un esquema importado que no se adapta a nuestra realidad. Sin reinventar la rueda, requiere ser evaluado y mejorado para que funcione. Importa lograr un mercado (del arte) interno que sea fluido y dinámico, porque es cuando las obras de arte circulan y son expuestas cuando adquieren realidad social.
Lo que expresa el arte ¿son las condiciones materiales en las cuales viven y producen sus artistas? Hasta hace poco estábamos acostumbrados a premios que no ofrecían honorarios, no contaban con presupuestos de producción ni pagaban el flete para que la obra viajara desde el taller a la sala de exposición. Excepto en contadísimos casos, las galerías no destinan fondos propios a la producción de sus muestras. El bolsillo del artista tiene que alcanzar para el costo de su sustento vital diario y el de sus materiales de trabajo, el alquiler de su estudio y a veces también el acondicionamiento y la iluminación de la sala y cualquier tipo de realización que requiera su muestra. Todavía no contamos con una figura fiscal que se ajuste a la variabilidad de ingresos mensuales que es una característica de la realidad económica de los artistas. El artista es el trabajador más precarizado del sistema del arte. He sido cómplice de esta realidad: una vez me dijeron por lo bajo que si no aceptaba ciertas condiciones para exponer, detrás de mí había “veinte artistas que sí están dispuestos”, y el argumento me resultó persuasivo. Volviendo a la pregunta que acabo de formular, es claro que este sistema alienado se reproduce en nuestras imágenes. Pero el arte no considera que las imposiciones de una realidad material sean una condena: las vuelve lenguaje, susceptibles de giros idiomáticos, transformaciones y las radiaciones mutantes de la poesía. En el espacio entre la realidad y el género de la ficción aspiracional es donde nacen las flores más lindas.
Proponer que una obra de arte es sólo la deriva de unas condiciones de producción es un ejemplo de sociologización excesiva del campo del arte y deja afuera todo lo importante. Cualquier artista sabe, como también lo sabe cualquier buen espectador, que en los materiales más humildes persiste una intimidad misteriosa e inexplorada, y que son el interlocutor sabio de las ideas y del cuerpo del artista. En cualquier realidad material el artista sabe tallarse grados de libertad. Importa lo que el artista hace con lo que hicieron de ella. La encrucijada entre coyuntura y creación es el fenómeno artístico, es la obra.
En este sentido, propongo la necesidad de repensar las condiciones de circulación del arte, y voy al punto: denominar el precio del arte argentino en moneda extranjera no sólo es un suicidio en términos de impedir el desarrollo del mercado (del arte) interno, sino que verbaliza nuestra falta de voluntad por entablar un proceso de transformación de la cultura. En algún momento algún crítico provocador investigará el fenómeno del artista chaqueño Milo Lockett. Con una obra vertebrada por su estrategia comercial, reveló que la mítica clase media que “una vez por año compra un cuadro” sigue existiendo. Lockett identifica la enorme separación entre esta demanda desatendida de entusiastas asalariados en pesos y la oferta de arte contemporáneo, e instala allí su taller. El arte contemporáneo (definido transitoriamente aquí por las instituciones y personas que sitúan a Lockett por fuera de su ámbito) quedó lejos por la falta de esfuerzo comunicacional hacia las capas medias y por estar denominado en una moneda extranjera para la cual existen decenas de tipos de cambio. ¿Quién sabe cuánto vale un dólar? ¿A quién no le da un poco de vergüenza preguntar? Para un comprador nuevo, un precio en dólares es una zancadilla al deseo.
La artista Laura Ojeda Bär decidió dejar su galería y está sobrellevando esta larga cuarentena porteña trabajando en una nueva serie de pequeños cuadros en los que retrata esculturas que han adquirido estatus de commodity: Constantin Brancusi, Sarah Lucas, Lygia Clark, Louise Bourgeois, Saint Clair Cemin, Henry Moore. Los ofrece a través de las redes digitales y afectivas en las que participa, a precios accesibles y en pesos. Dice sentir “algo parecido a estar imprimiendo plata” mientras pinta el cartón entelado. Quizás valga la pena recordar que el dólar también es papel pintado, su valor es fiduciario. Aun así es indudable que le disputa al oro su capacidad de funcionar como regla de medición gracias a la credibilidad que se logró agenciar. Excede un poco el ámbito de lo que intento explorar en este texto, pero es interesante comparar cómo la gran depresión de 1930 se asemeja a nuestra crisis de 2001 por los acoples del valor del dólar con el oro (patrón oro) y del peso con el dólar (la convertibilidad) respectivamente. La rigidez extrema que resulta de atar el valor de una moneda a una métrica sobre la cual no se tiene ningún control restringe los márgenes de acción y profundiza cualquier crisis. El mercado del arte en la Argentina padece de una rigidez perniciosa por esta misma dinámica.
Mi propuesta es denominar los precios de lista del mercado primario en la Argentina en pesos asociados a un índice inflacionario; un ejemplo podría ser denominarlas en Unidades de Valor Adquisitivo, que aumentan su valor en pesos siguiendo un índice de precios de la economía del país. Esta transición implica algo de ingeniería social, pensamiento a contrapelo y consensos. La coyuntura nos impulsa a dejar de pensar toda negociación como un juego de suma cero y empezar a pensarla como una variedad áspera de la colaboración. El arte como reserva de valor no se logra mediante una denominación en divisa extranjera en el mercado primario, se logra mediante un trabajo complejo que involucra el desarrollo de los acervos de los museos, la confección de catálogos razonados, premios, publicaciones… la lista es larga. Pero en lo esencial, buscar un modelo de desarrollo del mercado interno nos permitirá relacionar la capacidad de reserva del valor del arte con los fundamentos de una economía real, lo mismo que ocurre con cualquier reserva de valor, incluyendo el dólar. Ningún coleccionista es tan ingenuo como para creer que un precio de lista de mercado primario denominado en dólares incide significativamente a la hora de vender su colección años o décadas después. Un manejo responsable de los stocks, transparencia de precios y certificaciones son herramientas mucho más poderosas. Lo que sigue son algunas estrategias posibles:
1. Pesificar los precios en una fecha y a un tipo de cambio de común acuerdo entre artistas y galeristas, para poder así moderar los aumentos de precio a fin de que acompañen la inflación. Una buena opción en este sentido es denominar los precios en UVA (Unidades de Valor Adquisitivo), cuyos aumentos son siempre más racionales que los saltos del dólar. No estoy promoviendo reducir el precio de las obras de arte, sino proponiendo una manera de prevenir los aumentos de precio artificiales que resultan de estar denominados en divisa extranjera. Es especialmente importante para los artistas jóvenes aumentar sus precios nominales de forma cautelosa y con plena conciencia de que el aumento no tiene vuelta atrás, por esto mismo es que una denominación menos rígida resulta virtuosa y necesaria. (2) El daño simbólico que le produce a una carrera reducir el precio de la obra hace que los aumentos prematuros sean muy gravosos. Saltos extremos en la valuación del dólar como los que hemos visto repetidas veces en la Argentina resultan en precios insostenibles en el contexto local. En estos días estamos viendo indicios de que una pesificación se está imponiendo de hecho. Hacerla de modo consensuado como sector nos ahorrará muchos malentendidos y conflictos.
2. Las galerías, depositarias del aspecto comercial del campo artístico y más familiarizadas con el manejo de dinero, ofrecerían a los artistas capacitación y acceso a recursos para el ahorro. La Argentina tiene un problema de inflación crónico y grave, y no es extraño que un artista tenga un ingreso anual concentrado en una única gran venta y necesite recurrir al dólar u otros medios para evitar su desvalorización. La discusión sobre el problema del ahorro es independiente de la cuestión de la transparencia y la estabilidad de los precios de venta del arte. Mis propuestas están orientadas a dinamizar el mercado primario de arte contemporáneo con la convicción de que los ejemplos que da el arte resuenan en otras áreas de la sociedad por investirlos de intencionalidad simbólica. La meta pragmática es la de regularizar y aumentar los ingresos de los artistas en términos absolutos.
3. Incorporar tecnologías emergentes para acompañar el momento de update tecnológico que la cuarentena ha acelerado. Diversos hechos, como el proceso de bancarización que estamos viendo, pueden ayudar a que surja la figura fiscal que los artistas necesitan. Diseñar protocolos unificados para el seguimiento en línea de la producción de los artistas que permita transparencia respecto de las obras existentes, precios, disponibilidad y certificaciones. Tecnologías de este tipo que no requieren grandes inversiones de capital son viables en nuestro contexto.
Como prueba piloto se podrían implementar listas de precios en pesos durante las ferias de arte locales, fijando un tipo de cambio consensuado unos días antes de que comience la feria y volviendo a dolarizar una vez concluida, especificando fechas de vencimiento de esas listas. Para un joven coleccionista o para un feriante curioso, un precio en dólares es confuso y señala poca transparencia. Las ferias de arte son una gran cita para nuevos públicos, y podemos utilizarlas como un escenario donde tallar en el imaginario colectivo la importancia del desarrollo del mercado interno.
El arte tiene la capacidad de integrar todos sus niveles como aspectos estructurantes de sentido; su estrategia de precios opera también en esta dirección. A diferencia de las mercaderías de consumo y su obsolescencia programada, el arte es una mercancía que actualiza su vigencia mediante la circulación, el cuidado y la atención que logra atraer con su misterio. El arte nos obliga a sostener en nuestra mirada constantes contradicciones entre la materia y el lenguaje. La humanidad está en problemas y podemos ser un bálsamo contra la crisis que emana de nuestro lenguaje: las palabras se están achicando cada vez más hacia un mero índice de pertenencia tribal. Pensemos este cambio de denominación como un gran gesto artístico colectivo realizado por el sistema del arte en su conjunto, a la vez simbólico y material, capaz de producir resonancias como las que una obra de arte logra producir en su público.
(1) Dejemos la definición de calidad para otro momento, a los fines de este texto reconozcamos simplemente que hay un número muy importante de artistas talentosos viviendo y trabajando en nuestro país.
(2) En los casos de artistas con precios consolidados a escala internacional, una denominación en dólares sirve para evitar arbitrajes y maniobras especulativas. La propuesta que estoy haciendo está orientada a que los artistas que avanzan hacia etapas de mayor consolidación puedan disponer de ingresos por venta de sus obras con mayor regularidad. Vender obras además tiene muchos efectos positivos, como liberar espacio en el estudio y en la mente del artista. Además, vender obra es un tipo de discusión con el medio y la sociedad (qué se vende, qué no, etcétera). La cuestión de si el mercado sobredetermina las características de las obras me parece un seudoproblema: en todo caso esta tensión es parte de una dialéctica capaz de producir sentido. El mercado en su aspecto más fundamental es un emergente de los deseos y los sueños de una comunidad.