Prisionero de su naturaleza. Crítica y celebración. Sobre “Suspensión de la incredulidad” de Diego Bianchi,  exposición “Experiencia Infinita”, Museo Malba, abril 2015


El siguiente texto fue escrito para ser leído en el marco de una mesa sobre “Suspensión de la incredulidad”, el trabajo de Diego Bianchi que forma parte de la exposición Experiencia Infinita, organizada en MALBA el 29 de abril de 2015.

Hace algunos años, Diego Bianchi fue filmado en la Rural para un programa de esos que han surgido recientemente, donde se discute de política utilizando el mismo formato de los talk shows usualmente dedicados a los escándalos de la farándula. En la edición del material, mezclaron imágenes de los trabajos que se exponían en el stand con las palabras del artista respondiendo sobre su trabajo: “son las cosas que no nos gustan ver de la ciudad”, dijo.

Las obras en las que se focalizaba el informe eran dos: una torre cuadrada de MDF desde la cual se asomaban brazos de performers equipados con limpiavidrios, trapitos como los de los acomodacoches y resmas de volantes. La otra era un vendedor ambulante de relojes recientemente desembarcado de una navío proveniente del África.

El sesgo del informe buscaba que ese "no nos gustan" de Diego fuese un "nosotros" de clase, un "nosotros la gente", y todo se orientaba a hacer quedar a Diego como si fuese un artista que estaba aborreciendo la fealdad de lo marginal, y ejerciendo ese discurso ni más ni menos que desde una feria de arte alojada en el predio de la Sociedad Rural Argentina, con sus obvias connotaciones políticas.

Unos días mas tarde, imagino, lo llamaron de la producción del programa para invitarlo a "defenderse" en frente de la cámara. Diego aceptó, con bastante valentía, ya que se trataba de un conductor y un panel de opinólogos unánimes en sus opiniones políticas y estéticas, pero sobre todo, un panel completamente ignorante de los mecanismos y las operaciones del arte contemporáneo.

El programa hizo sus chistes, los panelistas se mostraron indignados, pidieron explicaciones, y Diego no solo no se las dio sino que respondió crípticamente cada vez que eligió intervenir. El conductor del programa prácticamente le terminó pidiendo que se defienda. Desesperado, intentó suavizar el final del bloque con una frase bien tribunera: "nadie que tenga el pelo así (en referencia a los rulos de Diego) puede ser una mala persona". Todos contentos y a otro tema.

No es casual que Diego haya hecho muchas veces obra con su propio pelo. Viendo su imagen impasible en cámara se hacia muy claro que se trata de uno de esos artistas cuya presencia y aspecto físico de alguna manera funcionan como contexto material de la obra.

Lo que me interesa de esta historia es que ilustra la actitud que guía a este artista en la producción de sus obras y también en el momento de generar discurso alrededor de ellas. Una posición doble, ambigua. Dentro y fuera a la vez. Neutra. Enredada. Un poco como la del experimentador en la física cuántica: plenamente consciente de que su presencia en la decisión de experimentar son parte indisociable del resultado.

Hasta ahora, una de las maneras en la que entendía el trabajo de Diego es en términos de una práctica escultórica sobre lo abyecto. Utiliza materiales de descarte para producir formas que escapan de manera sistemática a la composición, la personificación, la belleza, e inclusive a la limpieza. Una muestra sobre la cual escribí hace varios años se llamaba "Las formas que no son". Esta enunciación absurda señala que con su trabajo Diego está continuamente refiriéndose al límite entre lo que se puede nombrar y lo que queda afuera, lo inmundo como categoría discriminatoria. Las formas que están destinadas a desaparecer bajo los montículos sanitarios del Ceamse son los protagonistas de su investigación.

Como señala Mike Kelley, también un investigador de lo abyecto, contradecir todas las reglas de manera apasionada implica ser un creyente de la naturaleza trascendental de las mismas: las reglas permanecen vigentes y operando cuando están siendo reprimidas. Como en una huella en el barro, el negativo de la suela de una bota describe con bastante precisión a la bota. El caos, cuya definición científica sería el estado de entropía máxima, es en realidad una perfecta homogeneidad, un gris medio sin particularidades ni puntas filosas. Toda apariencia de desorden, por más arbitrario que parezca, es en realidad la textura de un orden que excede nuestra capacidad para desandarlo. Quizás lo único verdaderamente abyecto en el universo sean las formas de los objetos que fracasan en su intento de ser una obra de arte, la mala obra de arte como la única plena inautenticidad que podemos conocer.

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La cuestión escultórica era, para mí, un elemento problemático de la obra. En algún momento Enio Iommi sugirió que Diego era cierto tipo de sucesor de su práctica eminentemente escultórica. Esta tendencia hacia la escultura trae muy al frente este problema, de que la fealdad en realidad es siempre en relación con los ideales de belleza que Diego parecía querer disolver con su catálogo de formas y materiales. Pero la obra de Bianchi viene demostrando no ser escultórica en un sentido estricto. Tampoco es puramente performática, sino que es algo intermedio. Pero es el factor performático el que resignifica el vinculo de esta práctica con lo informe.

En la muestra “Experiencia infinita”, las obras expuestas hacen un gran énfasis en el cuerpo de los visitantes y como éstos activan las instalaciones. No se pide demasiado de ellos, después de todo son cuerpos que segundos antes de entrar al museo estaban participando del caudal humano que hace lo que sabe hacer: consumir, amar, odiar, contaminar. Suspensión de la incredulidad se recorta de las otras por su modo de ser participativa. Los espectadores pasean entre los objetos y las cuerdas, pero es un performer el que activa las poleas que animan la instalación. En la entrada al espacio hay un cartel que avisa que podría haber una perturbante desnudez en el espacio, a modo de disclaimer, para los que prefieran abstenerse de entrar. El pene del performer es parte de esta instalación, como tantas otras partes de su cuerpo, boca, codos, rodillas, dedos de los pies y manos. Las diferentes partes del cuerpo están atadas a las esculturas que cuelgan de una polea que las hace móviles. Esta pequeña trasgresión, la desnudez, funciona como la cuerda que tensiona la relación con el espectador. Una tensión ambigua: podría generar deseo o rechazo, o inclusive compasión y preocupación por el sufrimiento de un cuerpo amarrado de esta manera.

Como la de muchos artistas argentinos, creo que la obra de Bianchi investiga un territorio voluntariamente híbrido. O más bien, bastardo. Lo bastardo en el sentido de ser el resultado de una unión ilegítima. En el caso de Diego, hay una gran ambigüedad entre lo que puede ser percibido como elementos críticos y a la vez celebratorios. Esta instalación me trae dos grandes imágenes: la del hombre amarrado, crucificado por su naturaleza consumista, por un lado; y la del titiritero, artífice y artista por el otro. Los colgantes de este gran móvil parecen basura pero no lo son: son casi-esculturas, ensamblajes cuidadosamente configurados para no derivar en ninguna de las estetizaciones o simetrías a las que el ser humano tiende naturalmente. Su fracaso formal está cuidadosamente calculado. El cuerpo que tira de las cuerdas con las cuales están suspendidas estas esculturas parece representar a una persona como cualquiera de los espectadores. Sin embargo, se trata de un performer, con instrucciones bastante precisas sobre cómo debe moverse durante su actuación y cómo será el ritual mediante el cual le transfiere las ataduras al performer que lo relevará cuando su turno haya concluido.

De esta manera, el sujeto aparece a la vez como amo y esclavo, productor y espectador. Las esculturas que cuelgan de las poleas son como órganos exteriores de su cuerpo, como también podemos considerar que la ciudad, objetos culturales, objetos de consumo, y los residuos que el ser humano produce son partes indisociables de su naturaleza. Percibo un discurso sobre lo ecológico en este trabajo, uno en el cual el ser humano es parte de un ecosistema, que lo incluye y ha sido modificado por él. Tanto el impulso por la maximización de beneficios que resulta en el enorme caudal de residuos como el impulso por preservar la naturaleza e ir hacia un tipo de vida menos tóxico están igualados moralmente en esta obra. La humanidad como organismo posee imperfectos sistemas de autoregulación. Si la gran obra del ser humano es la transformación de la tierra, entonces la contaminación sería su mayor gesto creativo. Después de todo, la preocupación por la ecología, llevada a un extremo, es un tipo de conservadurismo.

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Si queda tiempo hay una párrafo del Tao Te King que me gustaría leer, un párrafo que todavía no se si me gusta o no, pero que me genera mucha intriga y que este trabajo de Diego volvió a recordarme:

No favoreciendo a los mejores
se evita la discordia en el pueblo
No acumulando tesoros
se evita que el pueblo robe
No exhibiendo riquezas
se evita la confusión en los corazones

Por eso el sabio, al gobernar,
vacía de deseo los corazones y llena los estómagos,
debilita las ambiciones y fortalece los huesos.
Mantiene al pueblo alejado del conocimiento
y procura que los astutos no tengan oportunidad de intervenir.
Practica en no-hacer
y de esa forma todo se arregla.


Muchas gracias.