No hay futuro sin memoria. Sobre Santiago Villanueva
por Carlos Huffmann. Otra Parte Semanal, 12 de junio de 2014


En la exposición Aquella mañana, exhibida en el Parque de la Memoria, Santiago Villanueva puso en escena una matrioska curatorial, una muestra dentro de otra. Con unos paneles y varios cuadros, presentó una exposición de obras de José Luis Menghi realizadas por el artista durante los años de la dictadura militar. Entre los bodegones y las naturalezas muertas se reproducía un texto de Osiris Chierico, fechado en 1981, que hablaba del trabajo de Menghi como una celebración de la mirada inocente. En el contexto del Parque de la Memoria, esta especie de readymade apócrifo parecía señalar la falta de compromiso del artista en un momento en el que sólo cabía denunciar los procesos de horror que sucedían en el país.

Una colega me dijo que el gesto de Villanueva le resultaba fascista, comparable en espíritu al de la exhibición Entartete Kunst, en la que el régimen nazi expuso el arte que pretendía usar para representar la cultura y el pensamiento del enemigo. Aunque me pareció una problemática atendible, mi sensación respecto de esa obra es que posee un ánimo más cercano al del surrealismo. Contextualizada dentro de la producción de Villanueva, la entendemos inscripta en una práctica que se propone hacer revisionismo instrumental sobre la interrelación entre la producción artística de nuestro país y su historia política, social y cultural.

En No hay futuro sin memoria, Villanueva tapizó las paredes de la galería con tela de pintura sin imprimar. Sobre ellas, sostenida con unos pequeños imanes, cuelga una grilla de ampliaciones a color de páginas escaneadas de periódicos viejos: textos y fotografías monocromas sobre variaciones de la tonalidad ámbar del papel prensa oxidado. En cada página aparece como noticia la muerte de algún artista histórico: Raúl Soldi, Norah Borges, Benito Quinquela Martín y otros. Aunque hay alguna que otra página de necrológicas, en general se trata de noticias que comparten el espacio con publicidades o noticias de la época. La muerte de Antonio Berni, por ejemplo, comparte la primera plana de Clarín con el plebiscito egipcio que confirmó a Mubarak en su cargo. La reescritura que promueve esta obra resulta de la centralidad de los artistas en el criterio de selección: Mubarak se hace presente sólo porque casualmente salió en los diarios el mismo día en que murió Berni.

Villanueva utiliza el seco lenguaje visual de la academia como estética. Su práctica no es cercana a la ya habitual figura del “curador artista”, sino algo más esotérico, una especie de archivista psicomágico. La novedad que nos trae es la de tratar los hechos de la historia del arte argentino como sucesos y objetos trascendentales. Considera irrelevante qué tan bien estos artistas se comparan con los movimientos artísticos internacionales de los que fueran contemporáneos, ya que su importancia es la de estar efectivamente componiendo la historia de las artes plásticas de un país.

Estrategias pandémicas como la de ponerle el nombre de Néstor Kirchner a la mayor cantidad posible de obras públicas han blanqueado de cara a la población que las leyendas se construyen de manera intencionada, como plataformas de proyectos políticos. A tono con ese espíritu de época, pareciera estar el escenario dispuesto para que realicemos este tipo de reevaluación de nuestra tradición artística como herramienta política y de autoconstrucción.