Huffmann, Da Capo, por Graciela Speranza
Extraño gobernante..., 2018


Todo lleva a pensar que en el principio, antes que la instalación, la escultura o la pintura, está el dibujo. Si se le pregunta a Huffmann por sus comienzos, de hecho, cuenta que empezó a dibujar a los seis años y que lo primero que hizo, alentado por un psicoanalista, fue calcar un dinosaurio. Bastaría con ese recuerdo de infancia –el lápiz en la mano, el calco, el dinosaurio y el psicoanalista– para componer una imagen elocuente de comienzos, pero lo que de veras cuenta en la escena recordada o construida es un desvío. “Entendí inmediatamente”, agrega Huffmann enseguida, “que dibujar calcando no era un camino interesante y nunca lo volví a hacer”. Y aunque el paso del calco al dibujo podría leerse como una secuencia natural en el aprendizaje del artista, una propedéutica, en su caso parece anticipar un giro deliberado. Desde el dinosaurio calcado su obra abreva en los torbellinos coloridos de los videojuegos, el manga, la publicidad y los dibujos animados, pero se aleja muy pronto de la literalidad engañosa y la reproducción impersonal del arte pop –el “calco”– para hacer que incluso la copia “pase por el tamiz de la mano propia”. Imposible ya desandar la distancia estética con que el pop se apartó de la pura celebración acrítica de la cultura de masas, pero Huffmann busca otro tipo de “transfiguración” más allá del silk-screen, los Ben-Day dots o las cajas de jabón Brillo. Imposible ya desandar el giro decisivo de Duchamp y el conceptualismo, pero Huffmann quiere devolverle al arte una cuota de irracionalidad, azar y misterio. Quiere incluso recuperar los restos proteicos de un surrealismo que todavía late en el fondo de la revolución duchampiana y, por algún motivo, siempre retorna. Los contornos nítidos del cómic japonés se complican con formas informes en el dibujo y más tarde en la pintura, y la figuración clara se extraña con excrecencias, protuberancias antropomórficas y toda clase de líneas de fuga. También los límites precisos entre los medios se diluyen y la pintura convive con la instalación, la fotografía o la escultura, pero el dibujo, vuelto pincelada gestual en la tela o trazo “digital” en la pantalla del celular o el iPad, nunca pierde el protagonismo de los comienzos.

Huffmann sólo leerá a Deleuze mucho más tarde pero ya lo ha leído cuando en la escena de infancia ve cifrarse quizá un giro aún más decisivo. Deleuze lo formula en términos de una oposición radical entre el calco (que obedece a la lógica del árbol, la reproducción y la estructura codificada) y el rizoma (el mapa abierto, “desmontable, alterable, susceptible de recibir constantemente modificaciones”), que no reproduce un inconsciente cerrado sobre sí mismo, sino que lo construye. No es casual entonces que el psicoanalista (con su genética del árbol y sus complejos catalogados) quede del lado del calco, y el dibujo, más devenir que ser, abierto y modificable, avance sin rumbo fijo como un rizoma. La memoria guarda, descompone y mezcla imágenes ya vistas, pero el dibujo las recompone en la performance del instante, una negociación delicada entre el papel, el lápiz, la mano, el ojo y la mente, cambiante e imprevisible. El calco detiene el tiempo, fija la imagen; el dibujo, en cambio, lo expande. Fluye.

Pero la escena de comienzos es en realidad más sinuosa. Porque aunque Huffmann asegura que su infancia está absorbida por el dibujo, también está marcada, como era de esperar en una familia de libreros, editores y buenos lectores, por la inmersión en la lectura y la idealización del libro. Mirada en perspectiva, la obra parece haberse nutrido de ese ir y venir del dibujo al libro, y florecer en los espacios liminares, las coincidencias, los márgenes. El carácter diagramático del dibujo la acerca y la confunde con la escritura; el lápiz, el papel y la libreta comunican ambos mundos. No sorprende entonces que en otros recuerdos de infancia el niño Huffmann cubra con dibujos los márgenes de los cuadernos que una maestra de primaria –su primera potencial coleccionista– quiere guardarse a fin de año, que dibuje clandestinamente con una lapicera fuente de su abuela y que las libretas de dibujo oficien de diario íntimo. Tampoco sorprende que el primer “salto” hacia afuera de las libretas se materialice en una serie de revistas ilustradas intervenidas, que reúnen a su modo el texto y la imagen, el libro y el cuadro, la reproducción y la obra única, el documentalismo indicial de la fotografía y la ficción surrealizante de la pintura. El híbrido imposible de dibujo y escritura prospera en la intertextualidad paradojal de las imágenes y se despliega con la promesa de un relato que late figurado en lo visible.

Hay otro comienzo elocuente, sin embargo, no ya una escena recordada o construida sino una elaboradísima ficción fantástica de origen. La juventud de los ancestros, la muestra que Huffmann presentó en la galería Ruth Benzacar en 2012, no sólo incluía un óleo de gran formato que oficiaba de autorretrato oblicuo, “Retrato del artista como joven escritor”, sino también una galería de treinta retratos irreductibles en tiempo y espacio a una genealogía, y un pequeño panteón de lápidas, cubiertas con diminutos grafitis, dibujos y pegatinas. No es su primera muestra individual pero es su debut en Benzacar y, si se quiere, la irónica puesta en escena de su linaje y sus credenciales artísticas, a casi diez años de su aparición fugaz en la serie Curriculum Cero de la misma galería. La destreza que ha ganado desde entonces brilla en la profusión variadísima de retratos, la solidez técnica de la instalación toda y la originalidad de un mundo que Huffmann habita prácticamente solo entre sus contemporáneos argentinos. La pintura reina en la galería de retratos pero la impronta conceptual domina el conjunto: el “medio maestro” es sin duda la ficción, puesta en abismo en el gran “retrato del artista como joven escritor”.

Pero ¿cómo se compone una ficción en la pintura o la escultura? ¿Es posible? La pintura y la escultura llevan siglos debatiéndose en ese dilema (a conciencia, desde el Laoconte de Lessing), aceptando resignadamente sus límites (son apenas artes espaciales y no pueden desplegarse en el tiempo como las artes temporales) o explorando formas de franquearlos. La juventud de los ancestros, en esa saga, no quiere ofrecer un relato visual acabado que podría clausurar la obra y congelar el sentido, pero juega con la potencialidad narrativa y fantástica de los elementos desplegados, riza el tiempo desde el oxímoron del título y burla deleuzianamente la estructura lineal del árbol genealógico con una antigenealogía anacrónica de retratos, que enmaraña los orígenes, las influencias, las filiaciones y afiliaciones. El gran óleo que preside el conjunto, “Retrato...”, reemplaza el clásico atelier del artista con un gran estudio poblado únicamente por libros y, fiel a la cita joyceana del título, autofigura al joven artista como joven escritor, frente a una computadora también anacrónica componiendo su ficción de origen. La computadora y el joystick que asoma en un ángulo del cuadro, el plano picado y la estilización del personaje típicos del manga son quizá las únicas claves cifradas de la ars poetica del Huffmann artista: el archivo infinito de imágenes de la web, la simultaneidad del hipertexto y el nuevo modelo de relato multiforme de los videojuegos parecen inspirar la ecléctica galería de retratos. Algunos parecen más “verdaderos” a primera vista –retratos de señoras aristocráticas, ancianos venerables y jóvenes punks de los que es posible imaginar modelos ciertos–, pero hay también una serie claramente fantástica (si la galería de retratos fantásticos no existe, Huffmann acaba de inventarla), retratos de personajes inspirados en los mitos clásicos, las religiones, el pulp, el cómic, la ciencia ficción o el fantasy, indios, samuráis, profetas, científicos locos y androides. La amplitud de la paleta y la variedad de los fondos potencia la heterogeneidad del conjunto, que se multiplica a su vez en las mezclas sincréticas de cada una de las piezas. En “Adobe, El Estado Ch.05-P.22”, por ejemplo, el ermitaño ceñudo coronado con una diadema que lee iluminándose con una vela evoca irónicamente la Estatua de la Libertad con su antorcha encendida, las tablas de la ley y su inconfundible corona de rayos solares, o quizá más bien la de su modelo, Helios, el Sol, en la estatuaria griega. En los muchos posibles modelos de referencia, el eclecticismo se multiplica al infinito y se abisma.

La variedad inclasificable de la serie la dispersa, pero la pintura gestual, los marcos de madera y las identificaciones codificadas le dan un extraño “aire de familia”. Reducción al absurdo de las “salas de linaje” del siglo XVIII y sus galerías genealógicas de retratos, el conjunto compone y descompone una historia familiar que mezcla géneros y estilos, clasicismo y cultura de masas, estilemas pictóricos realistas, hiperrealistas y surrealistas. También los títulos, deliberadamente inconducentes, apenas ofrecen un “halo de sentido” (es ese el título de uno de los primeros retratos) en el fárrago de códigos indescifrables y significantes sólo alusivos: “Política y videojuegos / Representación de la Crisis Ch.04-P.11”; “Bibliotecario del Nomadismo Ch.10-P.13”; “Aureliano Oiticica – 29 de enero de 1994, Belem, Br. Ch.01-P.04” y todo tipo de nombres, citas, signos y fechas cifradas. Si la galería autofigura un origen, el abanico amplísimo de tiempos, etnias y geografías lo frustra, y frustra también la figuración de una matriz cultural reconocible, en una vindicación que es a la vez una irrisión del credo borgiano: nuestra tradición es todo el universo.

Pero hay un giro más en el juego de máscaras ficcionales que reconduce al dibujo. Porque si la ficción de La juventud de los ancestros tiene un protagonista, no es el Huffmann-como-joven-escritor del “Retrato...”, sino el joven del dibujo que abre el tríptico-catálogo de la muestra, Huffmann-comohéroe- juvenil-de-historieta, con su atuendo igualmente ecléctico (¿vikingo?, ¿soldado imperial?, ¿pirata?), retratado en un plano levemente contrapicado, firme en la cima de una montaña de huesos y escombros, blandiendo un ramo de flores y una bandera argentina como improbables trofeos de una batalla incierta, ajeno a un pie gigante con un ojo que se cierne sobre su cabeza y podría aplastarlo en cualquier momento.

Con su galería nutrida de personajes, sus héroes y sus rizos temporales, la lógica ficcional parece dominar el conjunto, pero en cuanto el espectador intenta atar cabos para hilvanar una trama, el relato posible se desvanece. Un dato duro de la realidad, sin embargo, trae al conjunto el pasado histórico reciente con otro relato trágicamente incierto. En el mismo tríptico del dibujo, Huffmann dedica la muestra a su abuelo Héctor Hidalgo Solá, político y diplomático radical desaparecido en 1977 durante la dictadura, y la genealogía y las lápidas se resignifican. En el pequeño panteón escultórico también las desapariciones forzadas se afantasman, se reescriben como películas de terror del Estado con sus almas en pena y sus muertos vivos, y se reactualizan con el ímpetu juvenil de los grafitis y las pegatinas. La juventud de los ancestros queda vibrando en el aire que media entre los retratos como la celebración de lo anacrónico y lo contradictorio, que es también la asunción de una identidad que se afirma en la abundancia de lo diverso y hasta en la tensión de los opuestos. Si la historia y la historia del arte se reescriben en el presente, también nuestros ancestros son nuestros contemporáneos.