milpalabras
por Carlos Huffmann. Revista Otra Parte, nº26 invierno 2012


Buscando una novela para llevar a África, elegí a Michel Houellebecq y La posibilidad de una isla. Mi idea era usarla como contraste, me pareció que Europa se leería retorcida y algo senil, y que las vistas, los rugidos y los olores de África vibrarían como yuxtapuestos con su color complementario.

Una semana antes de viajar, con el fin de escribir estas notas, estuve sentado en un cubículo en el Malba viendo y escuchando La balada de la dependencia sexual de Nan Goldin. Es una versión digitalizada, un cañón de datos funde una imagen con la siguiente. El sistema de audio simula el traqueteo de un proyector de diapositivas cambiando de foto, a la vez que reproduce los fragmentos de canciones que componen su banda sonora. La exposición de la cual forma parte tiene como argumento la decadencia de Estados Unidos. Reúne importantes obras de Paul McCarthy, Cady Noland, Barbara Kruger, Larry Clark, Jenny Holzer y Jean-Michel Basquiat. Nico empieza a cantar “I’ll Be Your Mirror” y reflexiono sobre el sentido de asociar estas fotos a la decadencia de un otro. Fotos de amigos cocinando crack. Un chico besa a una chica. Un chico besa a un chico. Una chica besa a una chica. Amigas preparándose para la noche. El peludo Bobby masturbándose. Una prostituta saliendo de la habitación del hotel en la cual todavía está su cliente. Nan nombra a sus personajes por el nombre de pila, diciendo a la vez que este Bobby es su Bobby pero que Robertos como él hay en todos lados. Me pregunto si podré pensar la palabra “decadencia” estando en África. La decadencia es una progresión descendente causada sobre todo por negligencias propias, y el padecimiento de África es mucho más la secuela traumática de una violación y un robo. Nan nació y vivió en el mundo que retrata. Quiere conservar algo de él, es todo lo que tiene. Retrata su vida por hermosa, ella es el centro de ese universo, eterno como todos los momentos de la historia.

Saliendo del cubículo me encuentro con una brutal escultura de McCarthy, donde dos marionetas robotizadas de George Bush con piel de gomaespuma violan sendos cerditos. En mi próximo destino, Zimbabwe, cualquier crítica al presidente Robert Mugabe es legalmente un acto criminal por ser un intento de socavar la autoridad política. Habrá sectores del público estadounidense que consideren a los artistas de esta exposición no tanto como símbolos de la decadencia sino como productores de ella, convencidos ya de lo que siempre sospecharon: que, después de todo, la libertad de expresión era un arma de doble filo.

Comencé la novela en el avión de ida y la terminé una semana después en un hotel en el aeropuerto de Johannesburgo, donde me hospedé durante el día y medio de limbo aeronáutico en espera de la conexión que me traería de vuelta a Buenos Aires. Semanas después, siento que ese libro es también una balada de la dependencia sexual. Su credo parece el de un Sade anacrónico, armado hasta los dientes con axiomas freudianos. Sin demasiada ambigüedad, postula que al más elevado nivel existencial al que puede aspirar un espécimen masculino de nuestra ingeniosa especie se accede mediante el encuentro sexual con una mujer dispuesta y cuya edad oscile entre los 16 y los 27 años. Al momento de decidir la profesión que tendrá el narrador de su ficción, Houellebecq eligió no distanciarse demasiado de su personaje, alimentando el impulso a especular sobre cuánto coinciden las opiniones expresadas por el personaje con las del autor. Daniel es un comediante de stand-up, pero confiesa sentirse muy cercano a los escritores, inclusive a los poetas. Por boca de este “incisivo observador de la realidad contemporánea”, el autor propone que un verdadero artista es un ser capaz de ponerse a tono con la brutalidad del mundo y contestarle con aún más brutalidad. En el caso de Goldin, la dependencia sexual parecería ser una prisión real: para la imagen de tapa del libro que compila La balada… eligió a quien le propinó la golpiza que luego registró en el autorretrato que mejor define su obra. Respondiéndole al mundo con aún mayor brutalidad, se preparó para esa foto como para ir a una fiesta: la boca pintada hace juego con el derrame en el ojo izquierdo. El collar de perlas y los aros parecen estar allí para enmarcar un collage de hematomas, manchas de yodo y moretones reverdecidos.

De África, en realidad de Zimbabwe, mi reporte es el siguiente: el asado se come con las manos, directo de la parrilla. Si no es temporada de mosquitos, uno no necesita preocuparse por la malaria. Los guardaparques están armados con rifles AK-47 para pelear una difícil guerra sin tregua y a muerte con los cazadores furtivos, estos últimos bastante mejor equipados gracias a sus empleadores europeos. Los negros y los blancos no van a los mismos lugares a bailar. Un safari no se parece en nada a un zoológico. Las cataratas Victoria son más altas y menos anchas que las cataratas del Iguazú. África es enorme.

La novela del francés imagina el estado de la Tierra y la humanidad en un futuro relativamente cercano. Fiel a sí mismo, aquí tampoco el autor nos ofrece ni el más mínimo rayo de esperanza. Clones asexuados viven encerrados en sus casas contemplando una vida analítica y sin sentido. Mientras tanto, tribus mutantes de sobrevivientes de una guerra nuclear viven una vida salvaje y brutal en un planeta Tierra donde el océano se ha secado. ¿Será Houellebecq, como su personaje se declara, colaboracionista de una intelectualidad que se contenta con la desesperación? Que la gente inteligente vive naturalmente deprimida se lo oí decir a un profesor de Literatura Inglesa en la escuela secundaria, a modo de un bonus educativo, mientras Émile Zola nos machacaba con sus ideas sobre la animalidad irremediable del ser humano a lo largo de su Therése Raquin.

El casi siempre deprimido director danés Lars von Trier, experto artesano del abismo, dice a través de Kirsten Dunst en su última y bella película: “La vida en la Tierra es maligna. No hay que lamentarse por su desaparición: nadie la extrañará”. Seguramente la merma en el poder alguna vez hegemónico del Primer Mundo sea percibida por aquellos que lo habitan como el ocaso del proyecto occidental de civilización que comenzó con el Iluminismo. Y por lo tanto el fin de un mundo: el suyo.